Honduras/ Luchas socioambientales bajo amenaza de muerte. [David Longtin - Entrevista]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Jue Sep 2 16:31:27 UYT 2021


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Correspondencia de Prensa

2 de setiembre 2021

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Honduras



Entrevista a David Longtin



Luchas socioambientales bajo amenaza de muerte



La condena a uno de los autores del asesinato de la activista ambiental
Berta Cáceres no ha terminado con la violencia en Honduras. Este año,
diversos líderes sociales han sido asesinados. David Longtin, experto en la
materia, explica qué pasa con la represión a los liderazgos populares en
Honduras y cómo se representa la violencia en los distintos espacios
públicos y en los medios de comunicación.



Daniel Vásquez

Nueva Sociedad, agosto 2021

https://nuso.org/



Exceptuando las zonas de guerra, Honduras figura entre los países más
violentos del planeta. Desde mediados de la década de 1990, especialmente en
las zonas urbanas, asistimos al recrudecimiento de las más variadas formas
de violencia, como robos a mano armada, secuestros, violaciones, agresiones
domésticas, homicidios, asesinatos selectivos por medio del sicariato,
enfrentamientos entre bandas rivales de mareros o integrantes del crimen
organizado, y en primer lugar, las tensiones propias del narcotráfico. Al
mismo tiempo, pese a no haber vivido niveles de violencia política con
dimensiones equiparables a sus países vecinos durante la década de 1980,
Honduras se perfila como una de las naciones con mayor tasa de asesinatos de
defensores de los derechos humanos y del medio ambiente, de periodistas,
sindicalistas o militantes de los movimientos sociales. Los responsables de
estas formas de violencia, ya sean grandes terratenientes de explotaciones
madereras o de palma africana, empresas extractivas nacionales e
internacionales, banqueros, políticos e industriales, se manejan con total
impunidad, entre otras razones, gracias a su posición privilegiada en el
campo político-estatal. David Longtin, doctor en Ciencia Política por la
Escuela de Estudios Políticos de la Universidad de Ottawa, estudioso de la
violencia que vive el activismo movilizado en conflictos socioambientales en
Honduras y autor de Imaginaires politiques, luttes de sens et subjectivation
politique: une analyse des discours sur la violence dans les conflits
socio-environnementaux au Honduras (1975-2017)[Imaginarios políticos, luchas
por el sentido y subjetivación política. Un análisis discursivo sobre la
violencia en los conflictos socioambientales en Honduras (1975-2017)]
(Universidad de Ottawa, 2021), analiza en esta entrevista la situación en el
país centroamericano.



-En un contexto de extrema violencia y de represión política, ¿cómo entender
la holgada disposición de sectores heterogéneos de la sociedad en favor de
causas sociales y de luchas medioambientales? ¿Cuál es el impacto de la
violencia sobre estas variadas formas de participación militante?



Los sociólogos que estudian las movilizaciones colectivas en contextos de
alto riesgo, como el de Honduras, generalmente se enfocan en aspectos
estructurales, como la pertenencia de los activistas a redes interpersonales
o asociativas que facilitan su socialización, construyen sus identidades e
inciden sobre sus trayectorias de vida. Pero la adhesión de los militantes a
la ideología, los valores y los objetivos de los movimientos sociales no es
suficiente para explicar su participación en acciones colectivas. Se
necesita, además, de su integración en redes que operan de soporte y los
incitan a participar. Los activistas también evalúan los riesgos a partir de
una percepción del nivel de represión construida sobre la base de
experiencias pasadas y cotidianas. Están acostumbrados a un alto nivel de
riesgo en un contexto de violencia generalizada, lo que puede contribuir a
hacerles perder el miedo. Los politólogos, por su parte, han señalado una
relación paradójica: la represión puede fomentar la movilización al suscitar
indignación, y a menudo lleva a los activistas a un cambio en sus prácticas.
Las barreras administrativas o las restricciones a los derechos también
alienan a sus redes aliadas, reducen sus recursos u obstaculizan su
capacidad de comunicar, reclutar o convocar a participantes. A veces la
represión conduce a su radicalización o, al contrario, a su despolitización.




Aunque estos trabajos explican en parte la decisión riesgosa de movilizarse
o el impacto de la represión sobre esta disposición, no toman
suficientemente en cuenta el alto nivel de compromiso que requiere, ni las
representaciones compartidas por los militantes acerca de las violencias a
las que se enfrentan. Tampoco explican la convergencia de grupos
heterogéneos en luchas corrientes, como las socioambientales, que reúnen a
pobladores afectados por proyectos agroindustriales, mineros, forestales o
energéticos con activistas de movimientos campesinos, afrodescendientes,
indígenas, ecologistas, feministas y de derechos humanos.



Para entender esta decisión, primero, hay que tomar en serio la ética de los
militantes, a veces listos para arriesgar su propia vida a fin de defender
lo que creen verdadero y justo, y denunciar las injusticias que enfrentan en
sus luchas socioambientales. Al analizar los discursos de los activistas y
de sus organizaciones en Honduras, pude observar estas formas de compromiso
ético, que Michel Foucault llamó la «parresia». La parresia tiene una larga
tradición que puede remontarse hasta la Antigüedad griega, pero se difundió
en América Latina a través del pensamiento crítico y de los movimientos
obreros y campesinos durante los siglos XIX y XX. Fue revivida en la década
de 1970 con la Teología de la Liberación y recuperada por los movimientos
afrodescendientes, indígenas, ecologistas, feministas o de derechos humanos
que surgieron en los años 1980 y 1990. En un contexto de violencia e
impunidad generalizada, que Giorgio Agamben calificó de abandono, esta ética
incita a los activistas a demostrar coraje frente a elevados riesgos de
violencia y de muerte. Así, muchos afirman reiteradamente que no van a
callarse y van a seguir elevando la voz en defensa de la vida, de las
comunidades y de los bienes comunes. De forma que se obligan a sí mismos a
hablar y luchar por sus convicciones y por los demás, convencidos de la
justicia de su causa. Este compromiso no se limita a un discurso, sino que
se encarna en su vida cotidiana y en la conformidad entre lo que dicen y lo
que hacen. También las asociaciones juegan un papel importante para incitar
a sus integrantes y simpatizantes a adherir a esta ética, por ejemplo,
cuando otorgan premios a defensores en alto riesgo, rinden homenaje a
activistas que fallecieron por sus convicciones o incitan a los demás a
seguir su ejemplo y no desmovilizarse frente al miedo.



El segundo punto que hay que tener en cuenta es la manera en que los
discursos militantes transforman las representaciones de la violencia. En
Honduras, desde su aparición en la década de 1990, pero con mayor intensidad
desde el golpe de Estado de 2009, los movimientos socioambientales han
difundido un imaginario que opone la defensa de la vida –interpretada de
manera amplia como la vida de las personas, de las comunidades y de los
seres naturales– a una cultura de muerte. Esta cultura se reflejaría en los
proyectos extractivos calificados de proyectos de muerte por los asesinatos
en contra de sus opositores, la impunidad en que quedan en la mayoría de los
casos, la represión que aumenta con la militarización de los territorios, la
contaminación y la destrucción del ambiente, o el destierro y la desposesión
de las comunidades. Los activistas oponen esta cultura de muerte que
desprecia la vida a su lucha en defensa de la vida, lo que les permite
unirse, a pesar de pertenecer a diversos grupos sociales o movimientos. Lo
que los une es su común denuncia de las injusticias –o agravios, si seguimos
a Jacques Rancière– causadas por esta cultura y estos proyectos de muerte.



Las demostraciones de violencia política más visibles fueron perpetradas por
terratenientes en búsqueda de conservar sus privilegios, cómplices de
masacres como la de Los Horcones en 1975, llevada a cabo en la hacienda del
latifundista Manuel Zelaya (padre del ex-presidente entre 2006 y 2009),
donde fueron asesinados campesinos y sacerdotes involucrados en la lucha por
la reforma agraria. Pensemos también en las masacres conocidas como El Jute
(1965), de Santa Clara (1972), y después, las de El Astillero (1991), Silín
(2008) y El Tumbador (2010). ¿Cómo se han representado las violencias
asociadas a las luchas socioambientales en los imaginarios presentes en
Honduras? ¿De qué manera estos conflictos han moldeado los imaginarios
políticos y las luchas por el sentido emprendidas por líderes populares
hondureños? ¿Qué papel juegan los medios de comunicación en la construcción
de estos discursos antagónicos?



En Honduras, las violencias asociadas a los conflictos socioambientales son
representadas en dos imaginarios distintos. Por un lado, los cuerpos
policiales y militares, los tribunales, el gobierno y los periódicos
nacionales vehiculizan un imaginario de la seguridad que atribuye las
violencias a delincuentes, mareros o narcotraficantes, considerándolas como
crímenes comunes y negando cualquier vínculo con móviles políticos. Invocan
las investigaciones policiales, la pericia forense, las pruebas judiciales y
las estadísticas de homicidios para establecer la credibilidad de ese
imaginario y así, justificar las políticas de seguridad pública que, en la
última década, han contribuido a remilitarizar el país. En este imaginario,
el fortalecimiento de las fuerzas de seguridad y del Ministerio Público, así
como los arrestos, los procesos penales y los encarcelamientos, se
constituyen como soluciones a los altos niveles de violencia. Por otro lado,
las organizaciones regionales e internacionales interpretan las violencias
como violaciones de los derechos humanos, basándose en las denuncias y los
testimonios de las víctimas y sus familias, la sociedad civil hondureña u
organizaciones no gubernamentales (ONG). Ese imaginario subraya los riesgos
que corren los defensores en una situación de indefensión e impunidad,
pidiendo al Estado que los proteja, en particular a los grupos vulnerables.



Frente a esos imaginarios, los activistas hondureños han tratado de abrir un
espacio para difundir su propio imaginario de la defensa de la vida,
empleando varias estrategias. Aprovecharon los medios extranjeros y sus
propios medios alternativos para impugnar el imaginario de seguridad que
transmite la prensa nacional, particularmente después del asesinato de Berta
Cáceres, militante del Consejo Cívico de Organizaciones Populares e
Indígenas de Honduras (COPINH), en 2016, que generó una cobertura
periodística internacional intensa. Esta cobertura introdujo en los medios
hondureños que publican despachos extranjeros un discurso de derechos
humanos que, aunque ha permanecido marginal, cuestiona la veracidad de los
relatos de las autoridades y la justicia de sus soluciones. De esta manera,
los militantes se oponen a la negación policial de los móviles políticos de
los asesinatos o a su criminalización por parte de los medios y de las
autoridades judiciales, y responsabilizan al Estado por su indefensión y la
impunidad. En el ámbito internacional, tratan de captar la legitimidad de
los derechos humanos y subvertirlos, a fin de ampliar la comprensión de las
violaciones de derechos. Así, esperan que los sistemas de protección
reconozcan las múltiples violencias que viven las comunidades y la situación
de riesgo de los defensores.



-El pasado mes de abril, la Corte Suprema de Justicia de Honduras declaró
culpable a Roberto David Castillo, ex-gerente general de la hidroeléctrica
Desarrollos Energéticos (DESA), de coautoría en el asesinato de Berta
Cáceres. Pese a la resonancia que ha suscitado este caso emblemático en la
opinión pública y en las declaraciones de un sinnúmero de organizaciones
internacionales desde 2016, se sigue asesinando a dirigentes populares,
recientemente con los delitos contra la vida de Félix Vásquez, líder lenca
de la Unión de Trabajadores del Campo (UTC), y en perjuicio del líder
tolupan Adán Mejía. De acuerdo con el informe de la Iniciativa Mesoamericana
de Mujeres Defensoras de Derechos Humanos, al menos 21 referentes sociales
mujeres han sido asesinadas entre 2016 y 2021 en esa región. Si bien todavía
no se ha enjuiciado a todos los responsables por el asesinato de Cáceres, se
ha dado un paso importante en el esclarecimiento de lo sucedido. ¿Podríamos
avanzar que, pese a todo, la situación está cambiando? ¿Cómo interpretar la
conducta del Estado de Honduras y de su clase política frente a las
violaciones de los derechos humanos?



Si bien hay instituciones que trabajan para proteger los derechos humanos y
poner fin a la impunidad, en general el Estado hondureño y su clase política
reaccionan cuando las organizaciones internacionales ejercen una fuerte
presión, alertadas por las ONG, la sociedad civil y los medios extranjeros,
como en el caso de Cáceres. Ante la comunidad internacional, el Estado
afirma cumplir con su responsabilidad invocando reformas legislativas y
administrativas o la continuación de las investigaciones y los
procedimientos judiciales, aunque en más de 95% de los casos no llegan a
sentencias. Además, según la Corte Interamericana de Derechos Humanos, en
casos como los de Carlos Escaleras Mejía, Carlos Luna López o Blanca
Jeannette Kawas, las autoridades policiales o judiciales no siguieron
procedimientos que cumplieran con los estándares interamericanos en materia
de investigación, plazos razonables o protección de testigos.



A pesar de las sentencias por el asesinato de Berta Cáceres, hay muchos
indicios de que la situación sigue siendo preocupante. Primero, Global
Witness, que publica estadísticas anuales de asesinatos de defensores de la
tierra y del ambiente, reportó 14 muertes en 2019, mientras que la
Asociación para una Ciudadanía Participativa (ACI-Participa) documentó 20
asesinatos de defensores de derechos humanos en 2020, la mayoría de los
cuales defendían a los pueblos originarios, la tierra, el territorio o el
medioambiente. Aunque desde 2009 la Corte Interamericana de Derechos
Humanos, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) y el nuevo
Sistema Nacional de Protección del Estado Hondureño han otorgado numerosas
medidas provisionales, cautelares o de protección, la CIDH, ACI-Participa,
el Centro de Investigación y Promoción de los Derechos Humanos y el
Observatorio para la Protección de los Defensores de Derechos Humanos han
documentado decenas de asesinatos de beneficiarios, así como casos de
desapariciones forzadas. Varias personas murieron mientras se tramitaban sus
solicitudes y, cuando estas se otorgan, los beneficiarios se quejan de que
no son aplicadas, o lo son de manera inadecuada. La muerte de Félix Vásquez
ilustra esta desprotección. Según el Observatorio citado, a pesar de que
Vásquez había recibido amenazas de muerte, su solicitud de medidas de
protección nunca fue otorgada.



De tal forma, aunque los juicios en el caso de Berta Cáceres constituyen un
avance importante para las luchas por la verdad y la justicia, aún falta
mucho para que las defensoras y los defensores sean protegidos y puedan
ejercer su trabajo, movilizarse y expresarse sin riesgos de represalias.

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