Debates/ Ucrania y la izquierda: [Santiago Alba Rico]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Lun Abr 11 13:47:22 UYT 2022


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Correspondencia de Prensa

11 de abril 2022

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Dilema



Ucrania y la izquierda



Un sector de la derecha y uno de la izquierda están de acuerdo en que está
bien bombardear a civiles, a condición de que los bombardeados sean malos.
Comparten la misma visión nihilista sobre la legalidad internacional.



Santiago Alba Rico “

Ctxt, 8-4-2022

https://ctxt.es/es/



Han escandalizado con razón las declaraciones de María Jamardo, periodista
radical, en un programa de Telecinco: “Ni el que bombardeaba era tan malo ni
los que eran bombardeados eran tan buenos”, refiriéndose al bombardeo de
Gernika por los nazis en 1937, crimen invocado por el presidente ucraniano
en su comparecencia ante el Congreso de los Diputados el pasado martes.
Zelenski, mal informado, creyó haber encontrado un símbolo universal capaz
de concitar a su favor la imaginación indignada de todos los españoles;
ignoraba que nuestro batallón Azov, mucho más numeroso que el ucraniano,
sigue justificando el golpe de Estado de Franco y agradeciendo la ayuda
alemana contra los malvados comunistas y los perversos separatistas vascos.
Ahora bien, lo que tampoco sabía Zelenski es que sus palabras iban a
molestar asimismo a un sector de la izquierda (al que yo llamo “estalibán”)
que ha considerado que las palabras de Jamardo, monstruosas en el caso de
España, sí son aplicables, en cambio, al de Rusia y Ucrania: ni los
bombardeadores rusos son tan malos ni los bombardeados ucranianos son tan
buenos. Aún más: los rusos son de algún modo los buenos, pues están
bombardeando a los nazis ucranianos. Un sector de la derecha y un sector de
la izquierda están de acuerdo en que está bien bombardear a civiles en otro
país, a condición de que los bombardeados sean malos. Comparten la misma
visión nihilista sobre el derecho y la legalidad internacional; discrepan
sobre el contenido de la maldad a extirpar.



Esta argumentación estalibana –multiplicada en tuits durante los últimos
días– es uno de los proteicos procedimientos, unos más inteligentes, otros
más romos, empleados desde la izquierda para clonar sin mucha vergüenza la
propaganda del agresor ruso. No es que no sepan que hay que desconfiar de la
propaganda de una potencia invasora; lo han hecho siempre, y con tino,
mientras el invasor era EE.UU. o la OTAN. No se puede dar credibilidad, lo
sabemos, a lo que dice un asesino; si quiero creer en sus palabras, en
consecuencia, necesito exculpar o atenuar su participación en el crimen.
Para confiar en la propaganda rusa, en definitiva, como otras veces ocurrió
con la estadounidense, es necesario invertir la relación víctima/victimario
y atribuir toda la responsabilidad de lo que está ocurriendo al bombardeado.
Si probamos que los ucranianos, marionetas de la OTAN y los EE.UU., son los
culpables, entonces podemos creer y repetir lo que dice el Kremlin. Esta
inversión de papeles, de una notable infamia ética, es la norma
propagandística de las agresiones imperiales y así la criticamos en Iraq y
Afganistán. Hoy sucumben a esta norma muchos izquierdistas que, entre el
negacionismo y la contextualización, no tienen empacho en oponer al
pensamiento mainstream pro-ucraniano la propaganda mainstream pro-invasión.
Las matanzas de Bucha han activado verdaderos delirios. Se ha llegado a
regañar a los periodistas sobre el terreno –gente como Alberto Sicilia,
Hibai Arbide o Mikel Ayestaran– por tomarse en serio los testimonios de los
supervivientes y no hablar de “presuntos crímenes de guerra”, cautela
judicial que, en realidad, algunos querrían extender a la guerra misma:
“presunta” invasión rusa, “presuntos” bombardeos sobre Ucrania, “presunto”
asedio a Mariupol. Rusia no puede estar haciendo lo que se le atribuye
porque es la víctima; y es víctima también, por tanto, de la propaganda
enemiga. Analistas finos y panfletarios necios, políticos travestidos de
periodistas y estalibanes chiflados comparten este horizonte fáctico, matriz
de todas sus semejanzas discursivas: si Rusia invade Ucrania, es EE.UU.
quien invade Ucrania; si Rusia bombardea Ucrania, es la OTAN quien bombardea
Ucrania. No está ocurriendo lo que está ocurriendo sino todo lo contrario.
El negacionismo no puede ceñirse, no, a las matanzas de Bucha; las matanzas
de Bucha pueden ser negadas, al revés, porque se niega de raíz la agresión
de Putin y, por lo tanto, sus consecuencias. Si no fuese trágico, resultaría
enternecedor ver a tanta gente adulta, algunas veces sensata, a veces
incluso amiga, arrastrada por esta necesidad infantil de creer en la bondad
o, al menos, la legitimidad de “nuestro” criminal preferido.



¿Y por qué es “nuestro”? Nos asaltan como regüeldos de la Guerra Fría.
Algunos, incluso muy jóvenes, sucumben a la ilusión porque, pese a sus
alianzas con la extrema derecha mundial, pese a sus declaraciones contra
Lenin, ven una continuidad entre Putin y la revolución bolchevique. Hay un
rescoldo soviético en la rebeldía antisistema de cierta izquierda, como hay
un rescoldo de nostalgia franquista en la rebeldía antisistema de la
derecha. La mayoría sucumbe, en todo caso, porque siguen pensando, en
definitiva, la inquietante pluralidad del nuevo orden mundial con años de
retraso; es decir, contra la hegemonía absoluta de los EEUU y la OTAN. Su
posición revela una especie de etnocentrismo negativo y, en realidad, muy
narcisista: son nuestras instituciones occidentales las que introducen todo
el mal en el mundo. Contra ellas no solo está permitido cualquier medio; es
peor: contra ellas, acabamos reivindicando, como política y socialmente
superiores, dictaduras atroces (pensemos, por ejemplo, en Bachar Al-Asad) e
imperialismos alternativos, como el ruso, cuya intervención criminal en
Siria pasamos por alto o defendimos como liberadora. No cabe descartar que,
si Arabia Saudí se acercase un día demasiado a China y el régimen teocrático
de Riad, hoy amigo de EE.UU., fuese cuestionado y presionado desde la Casa
Blanca, Salmán acabaría pareciéndonos simpático y las lapidaciones
revolucionarias y progresistas.



Esta inversión de papeles (entre víctimas y victimarios) suele utilizar dos
expedientes cognitivos. Uno es el fatalismo geopolítico; es decir, la
geopolítica reducida a realpolitik. El otro es el historicismo moral; es
decir, la historia concebida como guerra contra el mal. Este último es el
que, desde el lado izquierdo, reproduce la frase de Jamardo: aceptando que
Ucrania estuviera siendo bombardeada (lo que aún debe ser probado), de algún
modo lo merece por su acercamiento a la UE, la OTAN y EE.UU.: los ucranianos
no son tan buenos como parece; no son tan buenos como nos dicen los medios.
De pronto, la misma izquierda que, con razón, dejó provisionalmente a un
lado la sangrienta dictadura de Sadam Hussein para condenar, con más razón,
la invasión estadounidense de Iraq, se vuelve ahora casuística y
quisquillosa. Hay que saber si Ucrania es y hasta qué punto una democracia,
recorrer ojo avizor la biografía de Zelenski, denunciar cada grupúsculo nazi
y mostrarse muy sensible –mientras se justifica o se silencia la tiranía del
Baaz en Siria– frente a la suspensión, por lo demás injustificable, de
partidos políticos en Ucrania. Hay que mostrarse moralmente intolerantes con
los imperdonables, pero aislados, crímenes de guerra del ejército ucraniano
mientras se consideran “presuntas” las matanzas rusas, los bombardeos rusos
y la propia invasión de Ucrania por parte de Rusia.



Esta criminalización casuística de la víctima suele inscribirse en un
fatalismo geopolítico resumido en un pensamiento que, incluso en los textos
más razonados y mejor documentados, asume más o menos esta fórmula: “Es lo
que ocurre cuando se mete el dedo en el ojo al viejo Oso ruso”. La misma
izquierda que considera legítimo y hasta imperativo que Latinoamérica se
libre del tradicional yugo estadounidense, la que denunció Bahía de Cochinos
y celebró la victoria cubana, la que se muestra justificadamente indignada
con cada cambio de gobierno amañado desde Washington, acepta como un dictado
de la realpolitik el derecho de Rusia a tener su propio “patio de atrás”.
Una especie de fatalismo mecánico nos obliga a tener en cuenta las
consecuencias de meter el dedo en el ojo del Oso, que no puede evitar los
zarpazos, mientras que, al contrario, se debe revolucionariamente agujerear
el sombrero del viejo tío Sam y desplumar al Águila estadounidense. Meter el
dedo en el ojo del Oso es reprobable; arrancar una pluma del pecho del
Águila es encomiable, legítimo, necesario, festejable. Como consecuencia de
la combinación de estas dos lógicas –el fatalismo geopolítico y el
historicismo moral– este sector de la izquierda no espera jamás a los hechos
porque no espera jamás que la historia produzca ningún hecho: sabe de
antemano qué pueblos actúan de manera espontánea y cuáles están siendo
manipulados por la OTAN y EE.UU.; y decide, por tanto, qué pueblos tienen
derecho a rebelarse contra una tiranía, nacional o extranjera, y cuáles
deben someterse a las necesidades de la lucha contra el imperialismo yanqui.
De esta manera, decreta de antemano que los hechos en Ucrania –la matanza de
Bucha, por ejemplo– es propaganda ucraniana mientras que la propaganda rusa,
en el espejo, es un hecho incontestable. El invasor es la verdadera víctima
y no miente; y por eso replicamos y difundimos sus versiones con la fruición
mística del que, contra las legañas del “pensamiento dominante”, tiene un
acceso directo y privilegiado a la verdad.



Porque hay también mucho elitismo en esta izquierda estalibana a la que le
gusta tener razón contra el sentido común y el común de los mortales,
atrapados en las tripas del sistema, ciegos y mansos. Ese elitismo es, en
espíritu, el mismo que, contra el “sistema”, hemos visto entre los
negacionistas y antivacunas durante la pandemia; y no es raro, por tanto,
que aquí se mezclen las derechas y las izquierdas, Javier Couso y César
Vidal, Iker Jiménez y Beatriz Talegón, terraplanistas y anti-imperialistas.
Como he escrito otras veces, allí donde los marcos de credibilidad
compartidos, institucionales y mediáticos, se han debilitado, la máxima
incredulidad se convierte en el umbral de la máxima credulidad. Cuando ya no
se cree en nada se está a punto de creer en cualquier cosa. No tenemos ni
siquiera una mentira compartida, de manera que la mentira más minoritaria,
la que menos gente comparte, es la que nos parece más apetecible y por lo
tanto más verdadera. La red proporciona miles de nichos para acomodar este
deseo desesperado de “distinción”. En el caso de los izquierdismos es más
doloroso y menos justificable, pues su elitismo cognoscitivo, fruto de la
impotencia para la intervención política, agrava esta impotencia al
separarse del sentido común que querrían atraerse. Se aíslan en “la razón”
frente al mundo y, de esa manera, además de irrazonables, se vuelven
políticamente inútiles. O peligrosos.



El fatalismo geopolítico y el elitismo paranoico, fuentes cruzadas de un
mismo síndrome, acaban negando a los demás autonomía, voluntad, capacidad de
agencia. Ellos, que “saben”, no pueden hacer nada; los otros, que hacen
algo, son puros peones del mal en el tablero geoestratégico. Inscriben así
su permanente rumiar negativo en un contexto del que la política está
ausente. Y se resignan a delegar su razón impotente en la acción subrogada
de cualquier potencia lo bastante destructiva como para desbaratar el orden
mundano establecido. Así, los mismos izquierdistas que defienden, a nivel
local, el derecho a la soberanía, se la niegan a nivel internacional a los
ucranianos, a los que se pide, en nombre del pacifismo, que se rindan al
poder del más fuerte, a condición de que no sea estadounidense. El
anti-occidentalismo occidentalocéntrico desconfía de cualquier voluntad de
emancipación que no pase por los moldes anti-imperialistas de la vieja
izquierda, los cuales siguen pensando y pensando y pensando el mundo, como
decía Marx de don Quijote, “a la medida de un orden que ya no existe”. Eso
pasó ya en Siria, tal y como explica el enorme Yassin al-Haj Saleh, uno de
nuestros más grandes intelectuales, comunista, prisionero durante dieciséis
años en las cárceles de la dictadura, en un extraordinario artículo en el
que critica incluso la posición del admirado Chomsky por su ceguera
etnocéntrica. La obsesión por EE.UU. en un mundo desordenado, en el que el
mal se ha fragmentado, descentralizado y emancipado del monopolio
estadounidense, señala atinadamente, por ejemplo, el poder de la OTAN, pero
infravalora como subordinados, subsidiarios o inofensivos otros peligros
–para la democracia y la libertad de los pueblos– que determinan, sin
embargo, el destino individual y colectivo de buena parte del planeta.
Chosmky, por supuesto, no se hace ninguna ilusión sobre Putin; todo lo
contrario. Pero su neurosis antiestadounidense lo llevó a abandonar en Siria
a los que se jugaron y, en muchos casos, perdieron la vida luchando contra
la dictadura; y a alimentar en Ucrania la tesis de que la invasión rusa es,
de alguna manera, una respuesta automática al cerco de la OTAN.



Contextualizamos y contextualizamos y contextualizamos; y sospechamos y
sospechamos y sospechamos. Y a fuerza de contextualizar y sospechar
disolvemos la responsabilidad rusa en una guerra perpetua entre males
equivalentes, un magmático conflicto interimperialista, una impersonal
crisis capitalista, una consecuencia “natural” del declive civilizacional,
etc. Nos ocupamos tanto de la historia y las “estructuras” que derretimos en
ella la decisión de Putin de invadir un país soberano y generar miles de
muertos y millones de refugiados. Si tuvo algún sentido invocar la legalidad
internacional contra la invasión de Iraq, tiene también sentido invocarla
contra la invasión de Ucrania; si tiene aún sentido distinguir entre
negociaciones, presiones, sanciones y agresiones militares, tiene sentido
denunciar a la Rusia de Putin como única responsable de una situación nueva
en la que la paz mundial y la supervivencia planetaria, junto a la vida de
ucranianos y rusos, está trágicamente en peligro. Toda la razón que pudiera
tener Putin contra la OTAN quedó atrás desde el mismo momento en que su
ejército cruzó la frontera de Ucrania y, con ella, la línea que separa un
movimiento geopolítico de una agresión armada. No hay automatismos en la
historia. La OTAN es responsable de haber gestionado mal la victoria en la
Guerra Fría, como las potencias europeas gestionaron mal la derrota de
Alemania en la I Guerra Mundial. Pero los ucranianos no son víctimas de la
OTAN, como los judíos no fueron víctimas del tratado de Versalles. Aún más:
es terrible decirlo, pero Putin ha demostrado que en estos momentos no hay
una alternativa a la OTAN. La izquierda europea debería estar pensando en
propuestas al respecto para el futuro en lugar de predicar un pacifismo que
tiene mucho sentido en Rusia, contra la decisión de su gobierno de hacer la
guerra, pero que en Ucrania es sinónimo de sometimiento y rendición. Los
ucranianos han decidido no rendirse y nadie, me parece, debería
reprochárselo.



La izquierda está perdiendo no solo la ocasión de simpatizar, contra Vox y
al lado de una mayoría sensata, con una causa justa; está perdiendo también
la oportunidad de criticar a Europa por lo que merece ser criticada: por su
lenta putinización, de la que también tienen buena parte de culpa las
instituciones. Lo he dicho otras veces: Europa no tiene ni gas ni petróleo y
por ello depende trágicamente de fuentes cada vez menos seguras. Lo único
que tiene son “valores”, “prácticas”, “modelos de intervención política” que
está perdiendo rápidamente sin haberlos consolidado nunca del todo. Muchas
veces se ha traicionado a sí misma en el exterior apoyando intervenciones
malhadadas, de carácter económico o militar, o cerrando fronteras a
inmigrantes y refugiados, y ello de tal manera que para buena parte del
mundo, sumergida en una crisis sin precedentes, no es ya un ejemplo a
seguir. Pero también, al revés, ha ocurrido que ese mundo desconfiado, en
plena desdemocratización, ha penetrado en Europa. Putin ya había invadido
sigilosamente la UE a través de partidos ultraderechistas que, en Hungría,
en Francia, en Italia, en España, cuentan con mucho más apoyo que sus
equivalentes en Ucrania. En este trance difícil, nuestro cometido debe ser
el de “desnazificar” desde dentro Europa mediante una profundización de la
democracia; es decir, mediante políticas sociales, civiles y económicas que
consoliden y aumenten nuestros derechos democráticos. Si no presionamos para
que la UE sea más justa, más democrática, más independiente, más ecologista,
más hospitalaria, de nada servirá que Putin pierda la guerra en Ucrania
porque la habrá ganado en Europa.



Esta es la paradoja: una invasión se ha convertido en guerra gracias a la
resistencia ucraniana. Es una guerra de independencia. Es prioritario evitar
que esa guerra involucre a la OTAN; es prioritario apoyar, defender,
asegurar la independencia de Ucrania. Nuestro belicismo debe estar limitado
por la necesidad de evitar un conflicto internacional y una confrontación
nuclear; nuestro pacifismo por la necesidad de afirmar la justicia y el
derecho internacional. Ese es el dilema, creo, sobre el que debería estar
discutiendo la izquierda y no sobre si se debe aplaudir o no a Zelenski en
el Parlamento o sobre si en el batallón Azov son todos nazis o hay también
anarquistas. O –por Dios– sobre si los supervivientes de Bucha mienten o no.
El dilema es tan grande, está tan lleno de peligros y de incertidumbres,
requiere hasta tal punto de toda nuestra inteligencia y de toda nuestra
serenidad, que no deberíamos hacernos culpables de emborronar la única cosa
que la izquierda, como todo el mundo, debería tener clara: quién es el
agredido y quién es el agresor. A quién tenemos que apoyar –al menos
mentalmente– y a quién tenemos que condenar.



* Santiago Alba Rico, es filósofo y escritor. Nacido en 1960 en Madrid, vive
desde hace cerca de dos décadas en Túnez, donde ha desarrollado gran parte
de su obra. Sus últimos dos libros son "Ser o no ser (un cuerpo)" y
"España".

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