Debates/ ¿Para qué sirve la hermandad latinoamericana? [Ariadna Dacil Lanza]
Ernesto Herrera
germain5 en chasque.net
Vie Ago 12 22:58:32 UYT 2022
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Correspondencia de Prensa
12 de agosto 2022
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Debates
¿Para qué sirve la hermandad latinoamericana?
Los nuevos gobiernos progresistas no logran reforzar los vínculos
regionales. Si en los tiempos de la primera «marea rosa» la unidad
latinoamericana parecía parte del espíritu de época, hoy se compone apenas
de frases vacías. Con tiempos económicos y sociales distintos, los gobiernos
latinoamericanos parecen apostar a resolver los problemas domésticos.
Ariadna Dacil Lanza *
Nueva Sociedad, agosto 2022
https://nuso.org/articulo/
La integración en América Latina, particularmente la promovida por los
gobiernos de centroizquierda y progresistas, está en crisis. Y es que las
urgencias materiales y domésticas mandan. A ellos se les aplica la máxima de
Hegel: «Buscad primero comida y vestimenta, que el reino de Dios se os dará
luego por sí mismo». Centrados en resolver las urgencias de sus comarcas,
los gobiernos progresistas latinoamericanos ya no encuentran incentivos en
el vecindario.
La escena internacional es, evidentemente, tormentosa. Para América Latina,
implica capear las tensiones del ascenso de China –uno de los principales
socios comerciales de la región– y el declive relativo de Estados Unidos. Se
trata de dos potencias imbricadas que, por momentos, esbozan intentos de
desacople y que demandan al resto de las naciones relaciones monogámicas.
Cada país atiende su juego, y solo en los momentos en los que la culpa (o el
cliché) los invade, los mandatarios progresistas repiten viejos mantras
sobre la «hermandad latinoamericana». Esta aparece como un vínculo
platónico, emocional y «superestructural» con los vecinos. Pero en un mundo
entrópico nadie sabe muy bien para qué la quiere. Los saludos y las fotos
compartidas entre los gobiernos englobados bajo las categorías de «nuevo
giro a la izquierda» o «nueva ola progresista» –entre los que se incluyen
México, Perú, Argentina, Chile, Bolivia y ahora Colombia– eluden la
heterogeneidad y los escasos niveles de integración concreta entre ellos.
Permanecen las palabras de rigor, pero faltan los hechos que las sustenten.
Cuerpo fragmentado
Así como el infante en sus primeros meses de vida solo logra percibir los
distintos miembros de su cuerpo en forma separada –incluso sin sentir que le
pertenecen realmente–, los recientes gobiernos progresistas llegan con un
cuerpo fragmentado. Aunque en algunos países ha habido experiencias
progresistas precedentes, el «nuevo ciclo» no solo parece tener diferencias
con el primero, sino que reúne a gobiernos «primerizos» (en países como
México, Perú o Colombia no hubo antes «marea rosa») con otros que retornan
al poder luego de pasar por la oposición y, en no pocos casos, por una
crisis de identidad política.
Si en los primeros 2000 el progresismo parecía en un franco ascenso –y las
diferencias entre los distintos gobiernos se licuaban ante lo que era una
verdadera ola posneoliberal–, en esta década el entusiasmo parece ser más
nacional que regional. Y es que el momento es distinto: si a principios de
los 2000 el desafío era forjar una nueva hegemonía tras décadas de gobiernos
neoliberales, ahora es evitar no solo las permanentes presiones de las
derechas, sino las propias crisis internas de los espacios progresistas en
el poder. En no pocos casos, esta «nueva ola progresista» se produce con
líderes que buscan quitarse el lastre de «radicales» o «izquierdistas» (como
son los casos de Gabriel Boric y ahora el de Gustavo Petro), para lo cual
debieron apostar a gabinetes ensamblados que les otorgan una mayor
diversidad ideológica y les permiten huir de los significantes críticos que
les imputa la derecha. Además, para aprobar parte de sus programas, muchos
de estos gobiernos debieron buscar apoyos legislativos por no contar con
mayorías propias. Estas, y no otras, han sido las preocupaciones principales
en este nuevo ciclo. El regionalismo, en tal sentido, ha debido esperar.
El panorama es claro cuando se lo observa país por país. En Argentina,
Alberto Fernández fue elegido por Cristina Fernández de Kirchner –la líder
del mayor espacio político de la coalición peronista argentina– antes de
someterse al voto popular. Juntos conformaron una coalición que no les
alcanzó para controlar ambas cámaras en el Congreso –y en 2021 incluso
perderían la mayoría en el Senado–, aunque sí para «apaciguar» las calles.
El Frente de Todos exploró respuestas dubitativas en el gabinete para
sostener la unidad y los recientes cambios –tres ministros de Economía en un
mes, entre otros– dan cuenta de una situación doméstica en transformación.
En Perú, Pedro Castillo llegó con menos recursos: un partido prestado con el
que solo reunió 37 de 130 escaños del Congreso. Castillo no solo quedó fuera
del partido, sino también con la bancada fragmentada y sorteando dos
procesos de vacancia.
En Chile, durante el breve camino recorrido de Boric desde que asumió hace
casi cinco meses, la prioridad fue que el sello electoral Apruebo Dignidad
se tradujera en una alianza de gobierno más amplia, por lo que el presidente
magallánico debió preparar un gabinete sumando a parte de la antigua
Concertación para reunir voluntades en un Congreso que no controla. Además,
la atención se centra en la campaña por el Apruebo en el plebiscito de
salida de la Constitución, en tanto Boric sabe que eso condicionará desde la
forma de su gobierno hasta las expectativas de cambio que lo llevaron a La
Moneda.
Y la lista sigue: Gustavo Petro, recientemente elegido como jefe de Estado
colombiano, es considerado el primer presidente de izquierda del país, algo
que no necesariamente es visto como un atributo a la hora de gobernar. Por
eso, 48 horas antes del balotaje el líder del Pacto Histórico llamó a formar
un Gran Acuerdo Nacional con partidos de centro, con los que luego de la
elección formó una alianza para que cedan su apoyo en el Congreso y a los
que asignó carteras en su gabinete. En el caso boliviano, la mayoría con la
que llegó Luis Arce al gobierno era fundamental para asentarlo en el poder
luego del golpe de Estado y, si bien logró controlar la Asamblea Legislativa
en 2021, el Movimiento al Socialismo (MAS) mantiene una interna por la
sucesión entre quienes lideran el gobierno: Arce y el vicepresidente David
Choquehuanca, y el ex-presidente y jefe del MAS, Evo Morales. El caso de
Andrés Manuel López Obrador en México es algo diferente, en tanto logró
acceder al poder con mayorías parlamentarias propias, aunque perdió el
quórum durante las elecciones legislativas en pandemia. Sus prioridades
también han estado lejos de las alianzas progresistas –el Grupo de Puebla
parece ser más del orden de lo testimonial–, y se han focalizado en acuerdos
con Estados Unidos, su relación con algunos países centroamericanos y el
Tratado entre México, Estados Unidos y Canadá (T-MEC).
La situación se muestra claramente diferente a la del primer ciclo
progresista. No se trata solo de la carencia de mayorías propias en los
Parlamentos, sino de las constantes crisis de los espacios de
centroizquierda ante situaciones económicas adversas y presiones de las
diferentes derechas.
Más allá de la homogeneidad o de las diferencias internas propia de todo
gobierno, es palpable que los nuevos líderes progresistas se abocaron a
conflictos nacionales. A la hora de buscar soluciones, no parecen encontrar
incentivos en la «hermandad latinoamericana». Y es lógico que así sea.
Muchos de los conflictos actuales –como los de la Araucanía en Chile o la
trabajosa implementación de los Acuerdos de Paz en Colombia– constituyen
prioridades locales de cada gobierno y no demandan trazar solidaridades
regionales. Al mismo tiempo, la migración venezolana ha empezado a movilizar
a líderes como Boric y Castillo, quienes tímidamente han restablecido
relaciones con Venezuela, aunque aún temerosos por su impacto en la opinión
pública interna. Fernández, Arce, López Obrador y Castillo, que sí tuvieron
que atravesar toda o parte de la pandemia de covid-19, no articularon
medidas más allá de los ámbitos bilaterales, en los que el mayor hito fue la
producción colaborativa de vacunas entre Argentina y México. La urgencia
argentina en torno de la deuda con el Fondo Monetario Internacional (FMI),
tema nuclear del gobierno de Fernández, obtuvo apoyos simbólicos en la
Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac). Pero en líneas
generales, si bien la idea de la integración latinoamericana ha formado
parte de sus discursos, aparece en un lugar desplazado.
Regionalismo zigzagueante
La doble crisis del regionalismo latinoamericano y del multilateralismo
interamericano se produce en medio de una transición hacia un nuevo orden
global. La disputa entre China y Estados Unidos genera rivalidades
crecientes entre dos potencias que –ampliamente imbricadas, a diferencia de
lo que sucedía con la Unión Soviética– pujan por su desacople y arrinconan
al resto de los actores del tablero a optar por algún bando. Esas
rivalidades se escenifican en temas que van desde la tecnología 5G hasta
asuntos más focalizados como, por ejemplo, la base espacial china en
Argentina. La disputa hegemónica se ha intensificado en el marco de la
invasión rusa de Ucrania y ha implicado el pedido de las potencias
occidentales a los países de América Latina de que adopten definiciones en
torno de Rusia en foros como el Consejo de Derechos Humanos de la
Organización de las Naciones Unidas (ONU) o el G-20. Y si bien Moscú no es
China, el nuevo concepto estratégico de la Organización del Tratado del
Atlántico Norte (OTAN) deja claro que, para esa organización, ambas naciones
forman parte de un mismo eje y que representan las principales amenazas para
Occidente. Se trata de la misma mirada que Estados Unidos ya había
consignado en su última Estrategia de Seguridad Nacional.
Más allá de las afinidades o distancias ideológicas de los líderes
progresistas con China, la creciente presencia en la región de la potencia
asiática complejiza las definiciones y libra a cada nación a su suerte. Esas
son las pocas decisiones que puede tomar América Latina, que, en este
dilema, «vuelve a ser un rule taker» y no «un rule maker», es decir, una
región sin «capacidad real de influencia».
En medio de un escenario internacional entrópico, los liderazgos
progresistas de América Latina se preguntan, en voz baja, si queda algo de
regionalismo latinoamericano, de qué tipo sería y para qué podría servir. Si
se observan los antecedentes, hay un zigzagueante recorrido de cambios de
estructuras que ha dejado ese regionalismo exhausto . Si en el periodo que
va desde los primeros años del siglo XXI hasta 2015, instancias como el
Mercado Común del Sur (Mercosur), la Unión de Naciones Suramericanas
(Unasur), la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (Alba),
la Celac y la Comunidad Andina de Naciones (CAN) se vieron fortalecidas y
revitalizadas, los años siguientes estuvieron caracterizados por la salida
de varios países de algunas de esas instancias, con el consecuente intento
de forjar estructuras alternativas -con nuevas identificaciones ideológicas,
alejadas de las previas-, como la creación del Foro para el Progreso de
América del Sur (Prosur) o el Grupo de Lima. En paralelo, los rezagados de
la etapa anterior crearon instancias de articulación política como el Grupo
de Puebla, mayormente habitado por sectores de oposición (salvo México y
luego Argentina a partir de la victoria de Fernández). Este último grupo
logró funcionar de forma articulada para conseguir asilo para Evo Morales
luego de que este fuera depuesto. Sin embargo, no tuvo ningún otro logro
significativo y hasta ahora no ha funcionado más que como un club de debate
político.
Asimismo, muchos de los gobiernos progresistas, aun cuando parten de
posiciones más o menos similares, no han priorizado el comercio entre sí. Si
el comercio intrarregional fue clave en los años de la primera oleada
progresista, en la actualidad existe un escenario más bien fragmentado.
Frente al ascenso de China como uno de los principales socios comerciales de
países de la región como Chile, Brasil, Argentina o incluso la CAN y el
declive relativo de Estados Unidos –salvo para países como Colombia,
Venezuela y Ecuador–, las iniciativas de integración regional atraviesan
situaciones de «irrelevancia, estancamiento o desmantelamiento». Las
dinámicas comerciales, como afirman los investigadores Esteban Actis y
Bernabé Malacalza, «refuerzan la primarización o la escasa diversificación
de las economías e incrementan los incentivos para buscar atajos bilaterales
fuera de los espacios de convergencia regionales». El caso más reciente es
el del presidente uruguayo Luis Lacalle Pou, quien no solo impulsa la firma
de un Tratado de Libre Comercio con China, sino que también anunció que
solicitará el ingreso de su país al Acuerdo Transpacífico (TPP11), el cual
fue impulsado por Chile y cuya ratificación aún se encuentra en el Senado
del país trasandino. Aunque, como sostuvo la analista Julieta Zelicovich,
hay un hiato entre los planes de Lacalle Pou y su concreción, lo cierto es
que el tema eclosionó en la última cumbre del Mercosur, en la que Uruguay se
abstuvo de firmar la declaración conjunta.
En tanto, Boric –que llegó al balotaje presidencial con un programa que leyó
bien el contexto porque eliminó la idea previa de pedir el ingreso pleno de
Chile al Mercosur– envió una delegación a la última cumbre del bloque como
una suerte de asociado, y allí su ministra de Relaciones Exteriores, Antonia
Urrejola, lo definió como una «prioridad» para el gobierno chileno. Esto no
solo desató polémicas en el país, sino que dista de ser una realidad, ya que
el Mercosur es apenas su cuarto socio comercial, luego de China, Estados
Unidos y la Unión Europea. Por eso, funcionarios del gobierno de Boric
fueron objeto de críticas cuando se reunieron con grupos que alientan un
«Chile sin Tratados de Libre Comercio» o exhibieron posiciones críticas del
buque insignia de administraciones previas –en particular, del Acuerdo
Transpacífico de Cooperación Económica, del que México y Perú también son
parte–. Además, Chile es miembro de la Alianza del Pacifico y tiene
numerosos tratados de libre comercio firmados, y lo cierto es que América
Latina perdió importancia como mercado para los chilenos, aun cuando el
proyecto de Constitución, en sus escasas referencias a la política exterior,
«declara a América Latina y el Caribe como zona prioritaria en sus
relaciones internacionales».
En el caso de López Obrador, su decisión de elegir a Estados Unidos como
primer país a visitar como presidente fue anticipatoria y emblemática. El
principal tema del mandatario mexicano fue la entrada en vigor del T-MEC,
que definió como «un gran acuerdo». El T-MEC buscó actualizar términos y
condiciones del viejo Tratado de Libre Comercio de América del Norte
(TLCAN), pero no significó un cambio en la dependencia mexicana de Estados
Unidos. En tanto, los países de la Asociación Latinoamericana de Integración
(ALADI) lograron repuntar la caída de los dos años previos de los niveles de
intercambio intrarregionales en 2021. Sin embargo, estos aún son bajos.
En suma, el grado de integración regional se mantiene en los niveles mínimos
históricos, similares a los existentes a mediados de la década de 1980.
Regionalismo platónico
El tipo de prédica latinoamericanista que caracterizó a la primera ola de
gobiernos progresistas se ha apagado, pero no se ha ido. En rigor, existen
algunos conatos de esa prédica, aunque atenuados. Las tensiones que
despierta la situación de Venezuela y, en menor medida, la de Cuba y
Nicaragua, sigue siendo una herida abierta que, dentro del progresismo, está
lejos de suturarse. Esta lesión a la unidad no ha quedado atrás en pos de un
pragmatismo que permita superar las diferencias entre los gobiernos actuales
y ha permeado las relaciones regionales e interamericanas. De hecho, en la
última Cumbre de las Américas se teatralizaron nuevamente esas rivalidades.
Estados Unidos debió asumir el costo de su decisión de no cursar
invitaciones a Caracas, La Habana y Managua.
Por esas exclusiones recibió el desplante de los líderes de México y
Bolivia, además del amague de ausentarse de parte de Argentina –revertido
con promesas de encuentros bilaterales– y las críticas de la mayoría de los
líderes asistentes, entre ellos Fernández, Boric y Castillo. Brasil también
planteó la posibilidad de no asistir, pero por la fría relación entre Jair
Bolsonaro y Joe Biden. Las dos posiciones más antagónicas fueron, por un
lado, la de Bolivia que, como parte del Alba, mantuvo una reunión con sus
pares días antes en La Habana en rechazo a la decisión de Washington de
marginar a aquellas tres naciones; mientras que en el otro extremo estuvo
Colombia, que mantuvo su alineamiento 100% con Estados Unidos (sin embargo,
la victoria de Petro alumbra un posible posicionamiento alternativo en
instancias similares). El caso de Castillo ha sido el más ecléctico, ya que
se ha abstenido de hacer críticas a los tres países en la mira de Estados
Unidos y, a la vez, ha restablecido relaciones con Venezuela después de
cuatro años sin embajadores. Además, se ha despegado del Grupo de Lima, que
en los años previos reconocía a Juan Guaidó como presidente venezolano. Sin
embargo, los tres cambios de cancilleres que hizo Castillo, además de la
ruptura con su partido Perú Libre, hizo que las posiciones en política
exterior entraran en una deriva.
Las tensiones y diferencias entre los mandatarios americanos ya se habían
hecho patentes durante la carrera por la sucesión del mando en el Banco
Interamericano de Desarrollo y los cuestionamientos al accionar de la
desahuciada Organización de los Estados Americanos (OEA). De esta última
incluso se intentó una suerte de reemplazo en medio del relanzamiento de la
Celac en 2021. «La Celac en estos tiempos puede convertirse en el principal
instrumento para consolidar las relaciones entre nuestros países de América
Latina y el Caribe de alcanzar el ideal de una integración económica con
Estados Unidos y Canadá en un marco de respeto a nuestras soberanías», soñó
López Obrador durante la sexta cumbre del bloque en septiembre pasado, en
línea con las ilusiones que despertó en muchos cuando dos meses antes
propuso sustituir a la OEA por otro organismo «no lacayo de nadie». Bolivia
ha sido el abanderado de la causa anti-OEA. Sin embargo, Castillo –que con
Perú Libre definía a la OEA como «un organismo de control geopolítico de
Latinoamérica y el Caribe», además de criticar a la Comisión Interamericana
de Derechos Humanos (CIDH) y a la Corte Internacional de Derechos Humanos–
llegó a pedir que una comitiva de la OEA «se instale en el Perú» para
«luchar contra la corrupción» y firmó acuerdos con la organización en este
sentido.
Una vez que asumió la Presidencia de Chile, Gabriel Boric mostró una actitud
más pragmática respecto a Venezuela, Cuba y Nicaragua. Su posición se
mantuvo crítica con los tres países excluidos de la Cumbre en Washington,
pero pidió su participación. La postura argentina fue similar respecto a la
OEA (pidió que no legitimen más procesos de desestabilización en la región),
pero no en sus críticas a Venezuela, Nicaragua y Cuba, respecto a los que,
en general, ha tenido posiciones menos confrontativas que las de Boric. El
presidente chileno suspendió la presencia de Chile en Prosur y apostó por
Celac, aunque advirtió que «hay que dejar de crear organizaciones en función
de las afinidades ideológicas de los mandatarios de turno», entre las que
mencionó a «Prosur, Unasur o el Grupo de Lima y la serie de siglas
conocidas». «No sirven para unirnos y avanzar en la integración». A la par,
la designación de Antonia Urrejola como su canciller fue cuestionada por
algunos países latinoamericanos por haber formado parte de la OEA en tiempos
del golpe de Estado en Bolivia y de presidir la CIDH, desde donde hizo duras
críticas al gobierno de Nicaragua y al de Venezuela. Sin embargo, esas
críticas ocultan sus declaraciones sobre el accionar del gobierno de Iván
Duque durante las protestas en Colombia o a la represión durante el gobierno
de Jeanine Áñez, que también condenó duramente.
Lo que vendrá
La crisis del regionalismo latinoamericano excede nítidamente a la de las
formas en que el progresismo ha percibido esta materia. Sin embargo, la
experiencia de la primera «marea rosa», plagada de instituciones y acuerdos
regionales, marcó a fuego la experiencia regionalista. Si bien muchos
esperaban que, ante el regreso de una ola progresista a la región, se
produjera también el de una serie de pactos regionales que dieran prioridad
a las posiciones de América Latina, esto ha estado lejos de verificarse en
la práctica. Una ola de regresos progresistas más débiles y una serie de
ascensos de nuevos liderazgos que hacen una primera experiencia en un
contexto mucho más crítico que el de los primeros 2000 han contribuido a un
escenario en el que las declaraciones sobre la «patria grande» y la
«hermandad latinoamericana» no resultan más que frases vacías. Para algunos,
el eventual triunfo de Luiz Inácio Lula da Silva en las elecciones
brasileñas podría modificar ese panorama, pero no es claro que eso vaya a
ser así. De ganar, Lula deberá resolver un panorama nacional complejo, y no
es evidente que, más allá de sus apuestas regionales, pueda volver a
reproducirse el marco de la década de 2000-2010.
Esta nueva ola progresista atiende hoy conflictividades locales y busca
atajos para mantenerse en pie. Y aunque en términos declamativos no son
pocos los que hablan del valor de la integración, nadie sabe muy bien, en
este contexto, para qué les haría falta. Quizás el primer paso sea definir
eso: la identidad de un nuevo regionalismo. Pero no es lo que está
sucediendo.
* Ariadna Dacil Lanza es periodista especializada en relaciones
internacionales. Forma parte del comité editorial de la revista La Lengua.
Ha colaborado en medios como Il Manifesto, Voces del Mundo y Tiempo
Argentino, entre otros.
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