Migrantes/ Escapar por el infierno. Mariné y los desaparecidos del Darién. [Alicia Fábregas]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Vie Ago 19 14:21:06 UYT 2022


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Correspondencia de Prensa

19 de agosto 2022

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Migrantes



Mariné y los desaparecidos del Darién



La frontera que separa Colombia de Panamá es una de las más peligrosas del
continente americano, sobre todo si eres mujer. Cada año decenas de personas
son abusadas sexualmente o pierden la vida en esa travesía. Las más
afortunadas son almacenadas en morgues o enterradas en fosas comunes. El
resto quedan para siempre atrapadas en la selva.



Alicia Fábregas

El Salto, 18-8-2022

https://www.elsaltodiario.com/



En este rincón del cementerio de Agua Fría está el silencio de 15 personas
que en 2021 intentaron cruzar uno de los pasos fronterizos más peligrosos de
América y no lo lograron. No se sabe cuántos cuerpos más esconde el Tapón
del Darién, la selva panameño-colombiana, el único punto en todo el
continente donde la carretera Panamericana se interrumpe. Los que sí se
saben, los otros 31 que perdieron la vida en 2021, están repartidos por
diferentes morgues y fosas comunes en Panamá. Restos de seres humanos sin
nombre porque la mayoría no han podido ser identificados.



Ese es el saldo de un muro natural de 579.000 hectáreas de jungla donde
jaguares, leopardos tigre y serpientes cohabitan con grupos armados que en
muchas ocasiones roban y abusan sexualmente de quienes se arriesgan a pasar
por allí.



Mariné está dentro de ese saldo, pero tiene un nombre y una historia. Mariné
se apellidaba Castellano, vivía en Cabimas, y delgada y de pelo liso, negro
y largo, cuando era adolescente se escapaba del colegio para ir a escondidas
a ver a Andrés. Se había enamorado. A los 19 tuvo miedo de contarle a sus
padres que estaba embarazada, pero acabó haciéndolo. A los 26, con Andrés ya
su marido, y con Franklin, su hijo, salió de Venezuela y comenzó a caminar
hacia los Estados Unidos. Pero a esos mismos 26 también tuvo que correr
junto a José Enrique, que atravesaba con ella y otras decenas de personas el
Darién, porque si volvían hacia atrás les mataban. A esos 26 abusaron de
ella hombres armados mientras también abusaban de otras mujeres, incluso de
niñas de tan solo 12 y 14 años, como las hijas de Marina. Y a esos 26 fue
enterrada en la selva con la ayuda de Jonathan, de Mariana, de Andrés y de
unos machetes.



Mariné se convertía así, a mediados de febrero, en la primera persona que
perdía la vida intentando cruzar el Tapón del Darién en 2022. La información
que baraja el Instituto de Medicina Legal y Ciencias Forenses de



Panamá dice que hasta mayo, siete cuerpos, probablemente de migrantes, han
llegado a la morgue de La Palma, en la provincia del Darién.



De los 46 contabilizados en total en 2021 no se sabe mucho. Son 22 hombres,
17 mujeres, y siete más cuyo sexo fue imposible adivinar tras el análisis de
unos restos demasiado deteriorados. 36 adultos, tres menores y siete sin
determinar. Ocho identificados, 38 sin identificar. Lo cuenta José Vicente
Pachar a través de sus gafas de montura oscura, vestido de negro de arriba a
abajo, camiseta, pantalones y zapatos: el uniforme de médico forense donde
solo destaca en blanco su nombre —“Dr José V. Pachar”— estampado en un
bolsillo a la altura del corazón.



Comparte los detalles de los 46 fallecidos sentado en una mesa de reuniones
alargada, en su despacho de director del Instituto de Medicina Legal y
Ciencias Forenses. Las puertas de esa institución se le abrieron a
principios de los años 90, aunque lo primero que pisó de Panamá fue el
norte: la provincia de Chiriquí, a orillas del Pacífico. Llegó en 1981 desde
su Ecuador natal, a trabajar como médico. Por eso se siente identificado con
esta situación, porque él mismo fue migrante. “Pero yo vine a Panamá hace 40
años, yo soy panameño ahora. Mi esposa, mis hijos, mis nietos, son
panameños”, dice. Al principio no fue fácil adaptarse al choque cultural y
climático. Él es de Quito, una ciudad a más de 2.800 metros de altura, y el
calor tropical a ras de mar de la costa panameña le costó: “A tal punto que
cuando empecé a trabajar, yo no salía en el día, solo salía en la noche. Me
decían el vampiro”.



Es consciente de que su trayectoria es muy diferente a la de esos 46 que
murieron cruzando el Darién y de los que no se sabe casi nada.



De Mariné, en cambio, sí se sabe algo más, porque Andrés quiere contarlo.
Porque José Enrique, Marina, Jonathan y Mariana también quieren contarlo,
aunque solo compartieran con ella un pedazo del camino.



José Enrique



Pese a todos los peligros, en lo que va de 2022, cada día siguen
arriesgándose a atravesar la selva del Darién una media de 219 personas. Una
torre de babel con piernas y pies que avanza formada principalmente por
venezolanos, haitianos como segundo grupo mayoritario, y luego un popurrí de
nacionalidades que incluye a personas de diferentes países latinoamericanos,
africanos y otras que vienen de lugares tan lejanos como Nepal, Uzbekistán o
India. Una torre que en 2021 se convertía en rascacielos con cerca de
134.000 afortunados logrando llegar al otro lado de este embudo y puerta
espinada a Centroamérica. Una cifra que supera a la de los tres años
anteriores juntos, según los datos del Servicio Nacional de Migración (SNM)
de Panamá. El recuento de 2022 dice que hasta finales de mayo ya han cruzado
más de 32.700, y que un 26% son mujeres y un 15% menores.



Una de esas 32.700 personas es José Enrique. Él no recuerda el nombre de la
mujer del suéter negro y rosa, de ojos oscuros y piel clara que murió en el
camino. O quizás nunca lo supo. Por eso cuando hace referencia a ella la
llama ‘la chica’ o ‘la mujer de Andrés’. Estaban en el mismo grupo cuando
les robaron. Corrió con ella y vio cómo el agua se la llevaba. Pero eso no
lo cuenta ahora, eso lo contará después. Ahora se mueve a saltos con la
fuerza de una sola pierna. Lleva una bolsa de basura en la mano, al final de
un brazo fibrado en un cuerpo también fibrado, de exmilitar venezolano, y
pasa entre las mesas de madera donde descansa mucha gente en el campamento
de migrantes de San Vicente, en la provincia panameña de Darién.



Alguien le grita: “¡Ese Mocho es una inspiración!”. En el campamento todos
le llaman el Mocho. Él saluda, sonríe y sigue avanzando entre pies y
mochilas, pidiendo permiso para recoger plásticos, tapones de botellas y
todo lo que sea desperdicio: labores sociales. Es el requisito para
conseguir gratis el pasaje en bus hasta Chiriquí, cerca de la frontera con
Costa Rica. Allí les hospedan en una estación de recepción migratoria que
está siendo investigada internamente por denuncias de supuestos abusos y
presiones a migrantes.



Nur es de Kirguistán, pero vivía en Rusia. Perseguido por la mafia él, su
mujer y su hijo de dos años tuvieron que huir, cruzando más de 12.000 km a
través de Asia, Europa y parte de Latinoamérica. ALICIA FÁBREGAS

Esa es la estrategia panameña para controlar el flujo migratorio y evitar
que nadie se quede en este país de poco más de 4,2 millones de habitantes.
Un país que primero registra y luego encierra entre vallas a las personas
que están migrando y que define como ‘irregulares’, igual que la mayoría de
países del mundo. La diferencia es que, después, Panamá les ahorra una parte
del camino, transportando esos cuerpos hasta cerca de la frontera con Costa
Rica, en autobuses de compañías privadas, fletados en San Vicente y que
cuestan 40 dólares por persona. Si la persona no tiene esos 40 dólares, o
los tenía pero le robaron a punta de pistola mientras cruzaba la selva,
deberá trabajar en el campamento en labores sociales lo suficiente como para
ganarse el pasaje gratis. Como José Enrique. Las autoridades de San Vicente
no hacen excepciones.



Él perdió una pierna en un accidente de moto hace ya un tiempo y con la
ayuda de unas muletas y con mucha fuerza —física y de voluntad— ha
conseguido marchar desde Venezuela y pidiendo en el camino llegar hasta
aquí, adentrándose y saliendo de la selva sin ser ya el mismo.



—¿Qué te pasó en el Darién?— pregunto.



—Me pasaron muchas cosas, demasiadas —y baja la mirada y se le contrae la
cara de niño, aunque José Enrique tiene ya 29 años—. Vi muchas cosas que no
había visto en mi vida, como violaciones, como pérdida de una chica, como
caídas…



Cuenta también que pasó días caminando, a veces largas horas solo, llorando,
y gritándole a Dios para conseguir subir y bajar tramos muy duros.



—¿Vas hacia Estados Unidos?



—Viajé a Colombia, pero allí no me pudieron ayudar. Eran muchos recursos
para la prótesis. Por eso voy a Estados Unidos, para que me den la
oportunidad, a ver si puedo lograrlo. Así como me dijeron que no podría
pasar el Darién, pero sí lo pude lograr.



Marina y sus dos hijas



David Foster Wallace escribió hace ya un tiempo que “todo el mundo tendría
que echar un vistazo a los ojos de un hombre que se encuentra subiendo hacia
lo que quisiera bajar hasta sí”. En el albergue de San Vicente hay mucha
gente subiendo hacia lo que quisieran bajar. Y cogiendo impulso para saltar
el precipicio que separa lo probable de lo posible en estas rutas
migratorias.



En la travesía por la selva, el punto que la mayoría describe como el más
duro es el que llaman la Montaña de la Muerte. Un tramo muy empinado,
embarrado y difícil de caminar, donde muchos han perdido la vida al resbalar
y caer. Algunos de esos cuerpos siguen allí, en los márgenes del camino.
Pero también hay peligros más adelante.



“Nos apartaron, los hombres pa’ un lado y las mujeres pa’ otro. Ahí fue
cuando se llevaron a las dos niñas mías. Nos dejaron ahí y a una me la
trajeron como a la media hora y a la más pequeña me la trajeron a la hora”.
Es el testimonio de una madre, Marina, que huyó de Venezuela para conseguir
una vida digna y cruzando el Darién tuvo que sufrir y esperar mientras
abusaban sexualmente de sus hijas de 12 y 14 años. Los asaltantes eran un
grupo de diez hombres armados que les robaron todo lo que llevaban. Hasta
los zapatos.



Marina recuerda que mientras abusaban de sus dos hijas también lo hacían de
Mariné, y que después de aquello Mariné “iba llora que llora”, dice. Hasta
mayo de 2022 la organización internacional Médicos Sin Fronteras (MSF) ha
atendido a 112 supervivientes de violencia sexual en este camino. En 2021
fueron 328.



Cuando Marina vio que la más pequeña de sus dos niñas volvía llorando y
gritando, fue a levantarse para abrazarla, pero ni eso le concedieron. La
frenó uno de los asaltantes apuntándole con un arma y amenazó con dispararle
si no se callaba. “Ellos ya saben quién va a venir, cuántas mujeres, quién
trae plata, quién no. Ellos lo saben todo. Lo tienen todo fríamente
calculado. Eso es horrible, yo no se lo deseo a nadie”.



Cuenta Marina que los asaltantes aparecieron desde diferentes puntos de la
selva, creando un embudo y acorralando y uniendo a grupos que no habían
empezado la travesía juntos. En uno de esos grupos iba José Enrique con sus
muletas. Fue uno de los primeros a los que liberaron, pero se quedó
esperando a que llegara su guía y el resto de compañeros de ruta. Entre
ellos, Mariné. Llegó y se puso a su lado y los asaltantes les mandaron
avanzar y correr. Corrieron y acabaron topando con el río. Estaba empezando
a llover muy fuerte y el caudal crecía demasiado rápido. Aquello se estaba
volviendo peligroso, pero no había otra opción: tenían que cruzar, “porque
si regresábamos nos mataban a todos”, dice José Enrique.



Mariana y Jonathan



Mariana y su marido Jonathan hallaron a Andrés en el margen del río,
llorando, con su hijo de seis años al lado. Y empezaron a caminar con él
para intentar encontrar a Mariné: “Le decíamos: ‘Tranquilo que si no la
vemos es porque está bien’”, cuenta Jonathan. Pasaron una noche entera
esperando a que bajara el caudal del río y cuando amaneció, siguieron
caminando durante horas y horas, todavía convencidos de volver a verla con
vida, hasta que llegó un guía y les entregó el suéter negro y rosa de
Mariné. “Nos dijo que estaba muerta,” recuerda Jonathan. Al escuchar aquello
y ver ese suéter, el suéter de su mujer, Andrés se derrumbó. Franklin, el
niño, entendió y rompió a llorar también. “Más adelante la vimos”, continúa
Jonathan, “la sacamos del río y le dimos sepultura”. La enterraron de la
mejor manera que pudieron, ayudándose con sus manos y unos machetes, y le
rezaron una oración.



Andrés, Franklin y Mariné



48 horas después, en la mañana del 14 de febrero, el día de los enamorados,
en el campamento de San Vicente el calor empieza a apretar y expulsa a la
gente fuera de sus tiendas de campaña y barracones. Un día nuevo, cada vez
un poco más cerca de su objetivo: Estados Unidos. Andrés deambula entre
todos ellos con la tristeza más tremenda que puede haber. La tristeza de
haber perdido a su mujer y de intentar seguir adelante en esa larga ruta que
debería ofrecerle a su hijo una vida con más posibilidades, pero que hasta
el momento solo se la está destrozando.



Para llegar al Darién habían cruzado en lancha desde Necoclí hasta
Capurganá, en Colombia, acercándose al máximo a la frontera panameña. Eso
suele costar unos 50 dólares, aunque depende de las habilidades de cada uno
para negociar. Desde allí se habían adentrado en la selva, tomando el camino
largo.



Según los registros de las personas que cruzan esa frontera, esta opción
cuesta entre 100 y 180 dólares, que es lo que vale el guía en la selva. Eso
conlleva pasar una media de seis días atravesando el Darién. La opción más
corta y más segura cuesta alrededor de 350 dólares e incluye una lancha de
Necoclí a Carreto, ya en Panamá, en la provincia de la comunidad indígena de
los Kuna Yala. Por ese dinero el guía te acompaña los dos o tres días que se
tarda en llegar caminando hasta Canaán Membrillo, el primer punto donde las
autoridades panameñas atienden a los migrantes. Allí, como denunciaba MSF a
finales de mayo de 2022, las personas que llegan “no reciben atención
médica”, aunque se trate de problemas graves.



Después deben montar primero en una lancha y luego en un camión, para acabar
llegando al albergue de San Vicente. A este último punto es al único al que
las autoridades panameñas dejan acceder a los periodistas, salvo contadas
excepciones, y no sin poner trabas. En ese albergue, MSF ha sido testigo “de
las enormes carencias de protección, de atención médica o de servicios
básicos, entre otras, con las que la población itinerante que llega a Panamá
es recibida”.



Andrés, Franklin y Mariné estaban lejos de San Vicente, pero no les faltaba
mucho para llegar a la estación de recepción en Canaán. Antes tenían que
cruzar el río.



Después del robo, después de los abusos, habían llegado hasta allí junto a
José Enrique y tenían que seguir avanzando bajo un diluvio cada vez más
peligroso. El río se estaba convirtiendo en una masa de agua cada vez más
grande que bajaba con fuerza. Andrés hizo todo lo que pudo pero no logró
salvar a su mujer: “También se iba a ir el niño y agarré a los dos y pude
sacar primero al niño. Me ayudó un amigo. Pero ella se me volvió a soltar.
La volví a agarrar, la metí en unas piedras y vino una creciente más grande
y me la zafó y se la llevó”. Ya no volvería a verla hasta muchas horas
después.



Otras personas han pasado por horrores similares antes que ellos. Los
torrentes y las crecidas de los ríos son la principal causa de muerte en el
Darién. Aunque en la experiencia del doctor Pachar, también son un riesgo
los problemas de salud previos: “A medida que pasa el tiempo se van
descompensado y pueden fallecer de causas naturales en el trayecto o pueden
llegar enfermos y pese a la atención médica pueden fallecer. También están
los que se caen, y finalmente los que son agredidos y sufren lesiones
mortales”.



Todo eso el doctor Pachar solo puede investigarlo si se lo solicita el
Ministerio Público de Panamá. El instituto forense únicamente puede actuar a
petición de ese Ministerio.



Los desaparecidos y Mariné



Son las 13:13h del último jueves de septiembre de 2021. La tierra removida
en una esquina del cementerio de Agua Fría muestra el revés de la hierba. Al
final de esa zanja alargada, un cura oficia la colocación de las bolsas
blancas con cuerpos cuyos nombres han pasado a ser: “Desconocida de Bajo
Grande”, “Desconocido de Río Turquesa”, “Infanta desconocida” u “Osamenta
desconocida”. La ceremonia, que las autoridades panameñas llaman “entierro
de solemnidad”, no se alarga demasiado y a las 13:50h la excavadora ya está
empezando a tirar tierra encima de esas 15 personas que en 2021 no
consiguieron sobrevivir al Tapón del Darién.



Meses después, solo una rosa blanca artificial indicará que a los pies de un
árbol, bajo esa hierba verde y esos rastrojos, hay restos humanos. Sus
familiares probablemente nunca lo sabrán. Por eso esas 15 personas de la
fosa de Agua Fría se podrán llamar desaparecidos. Porque aunque hayan
aparecido, aunque estén registrados y ubicados y si algún día alguien
quisiera se podrían desenterrar, eso son de momento para sus seres queridos.



Sobre las personas que fallecen cruzando el Darién no hay estadísticas
exactas porque los equipos son escasos y es peligroso adentrarse en la selva
a contabilizar y a recoger. Eso es lo que cuenta el doctor Pachar y en lo
que coinciden desde el Movimiento Internacional de la Cruz Roja: les faltan
recursos. El director del instituto forense lo argumenta con números: “En la
provincia de Darién solo tenemos un médico forense y en todo el país solo un
antropólogo forense. Es una tarea que sobrepasa las posibilidades del
Instituto”. Por eso han pedido ayuda internacional y están intentando montar
un equipo junto con la Cruz Roja para poder recorrer ese terreno de forma
segura. Porque, como dice el doctor Pachar, “según las especulaciones ahí
debe de haber decenas de restos humanos”. Y aclara que ese apoyo es
necesario porque se trata de “un compromiso internacional del país. Una
cuestión de derecho humanitario”.



Entre esas decenas de restos humanos atrapados en la selva está Mariné,
aunque a ella sí pudieron enterrarla. Desde el campamento de San Vicente, su
marido, Andrés, se pasa las horas hablando con quien sea y pidiendo ayuda
para conseguir que el Gobierno panameño repatríe el cuerpo, para que pueda
descansar en paz junto a sus familiares, a orillas del lago Maracaibo al
norte de Venezuela. No va a ser fácil. A Andrés las autoridades ya le han
dicho que ese es un proceso largo y a él eso le hace desconfiar. Y en su
queja, sin darse cuenta, resume en pocas palabras la dureza de migrar como
le ha tocado hacerlo a él pero también a millones de personas más: “Como uno
no es panameño, no es nada”.

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