América Central/ Violencia y pseudodemocracias (1987-2022) [Gilles Bataillon]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Mar Ago 23 11:18:25 UYT 2022


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Correspondencia de Prensa

23 de agosto 2022

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América Central



Violencia y pseudodemocracias (1987-2022)



Desde comienzos del siglo XXI, América Central se encuentra atrapada en una
serie de tensiones inéditas producto de transformaciones sociopolíticas
contradictorias. Los acuerdos de paz y las transiciones democráticas se
contraponen a tasas de homicidios que ubican a los países de la región entre
los más violentos del mundo, así como a fenómenos de corrupción generalizada
y procesos de desdemocratización en gran parte de la región.



Gilles Bataillon *

Nueva Sociedad, julio-agosto 2022

https://nuso.org/

Traducción de Gustavo Recalde.



Desde comienzos del siglo xxi, América Central (1) se encuentra atrapada en
una serie de tensiones inéditas producto de transformaciones sociopolíticas
contradictorias. Los países centroamericanos, particularmente los del
Triángulo Norte (Guatemala, Honduras y El Salvador), registran tasas de
homicidios que los ubican entre los más violentos del mundo, a excepción de
los países en guerra. La totalidad de los países del istmo son escenario de
fenómenos de corrupción generalizada que involucran al conjunto de la clase
política y a buena parte de los miembros de las Fuerzas Armadas y
policiales, sin olvidar el aparato judicial. Guatemala, Honduras, El
Salvador y Nicaragua ven cómo un número sin precedentes de sus habitantes
emigran a Estados Unidos vía México, y en menor medida a Costa Rica y
Panamá. Paralelamente, todos los países del istmo viven reiteradas crisis
políticas debidas en parte a los intentos de sus elites políticas de
perpetuar viejos habitus oligárquicos, así como a los ataques contra ciertos
principios democráticos y la instauración de formas de tiranía. Además,
estas crisis se ven impulsadas por el surgimiento de nuevas aspiraciones
democráticas, cada vez más alejadas de los aparatos políticos existentes. En
este artículo, me propongo describir y analizar este entramado de fenómenos
contradictorios.



Las formas de la violencia y la corrupción



Nuevo auge de la violencia



El Acuerdo de Paz regional de Esquipulas (1987), y luego los acuerdos de
alto el fuego entre los contras y los sandinistas (1988) en Nicaragua, entre
el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (fmln) y el gobierno
de Alfredo Cristiani (1992) en El Salvador y, finalmente, entre la Unidad
Revolucionaria Nacional Guatemalteca (urng) y el gobierno de Álvaro Arzú
(1996) permitieron el fin de guerras internas particularmente mortíferas.



El primer efecto de estos múltiples acuerdos de paz fue una rápida
disminución de la violencia homicida. En un país como El Salvador, donde a
comienzos de los años 1990 la tasa de homicidios tras los acuerdos de paz
seguía siendo superior a 140 por cada 100.000 habitantes, esa cifra se
redujo regularmente año tras año hasta llegar a 37,8 en 2001. Si bien las
caídas observadas en Guatemala fueron menos espectaculares, no fueron por
ello menos significativas: 38 en 1997; 24,19 en 1999. Finalmente, en
Nicaragua esa tasa se redujo considerablemente a partir de 1988 hasta caer a
9,5 en 2000. En cambio, la violencia común, no homicida, compuesta por una
mezcla de riñas con golpes y heridas, robos y extorsiones, violaciones y
violencia familiar, no disminuyó en absoluto. Muy por el contrario, creció
en los países otrora en guerra. En esos países, como sucedió en Honduras, se
observó además el resurgimiento de una conflictividad social, a veces muy
desorganizada y atomizada. Muchos de los actores armados desmovilizados,
provenientes tanto de las filas militares como de las guerrillas, fueron
generalmente los responsables directos de estas nuevas formas de violencia
no homicida. En este contexto comenzaron a prosperar en los barrios
populares urbanos de los países del Triángulo Norte las maras, cuyos
orígenes son complejos y trascienden los límites de este artículo. De esta
manera, los países centroamericanos reanudaron habitus de violencia que
siempre habían estado en el corazón de múltiples interacciones comunes
incluso antes de los años de conflicto. Un reflejo de esta influencia de la
violencia a lo largo del tiempo son las tasas de homicidios que existían
antes en El Salvador, 30 en 1965, y 16,5 en la misma época en Nicaragua. (2)




A partir de los años 2000, en todos los países centroamericanos, a excepción
de Nicaragua, se observó un continuo aumento de las tasas de homicidios y el
recrudecimiento de muchas otras formas de violencia, en especial de los
secuestros, múltiples formas de extorsión, violaciones y violencia
doméstica. El fenómeno fue particularmente llamativo en Honduras, que no
había vivido una guerra interna en los años 1980. Se observaron tasas de
homicidios extremadamente altas, 50 a partir de 2000, 84 en 2011. Si bien
estas tasas se redujeron, siguen siendo en extremo altas, 39 cada 100.000
habitantes en 2018. Estos fenómenos de violencia estuvieron particularmente
presentes en las zonas urbanas y fronterizas. El Salvador vivió también un
aumento considerable de la tasa de homicidios; esta, que era de 48 en 2002,
llegó a ser 71 en 2009, antes de registrar una reducción importante en 2013,
40, seguida de una nueva tendencia al alza hasta 2015, cuando llegó a 105
antes de decrecer nuevamente. Las zonas urbanas y el área fronteriza con
Honduras y Guatemala fueron las más afectadas. Esta multiplicación del
número de homicidios se vio acompañada de muchas otras formas de violencia
presentes en Honduras. Se observa, aunque en menor proporción, la misma suba
de la tasa de homicidios en Guatemala. Los escenarios de este
recrudecimiento de la violencia fueron en, primer lugar, la capital y las
zonas fronterizas. Nicaragua, por su parte, no registró una subida
espectacular de la tasa de homicidios a escala nacional, excepto en las
regiones autónomas del Atlántico Norte y Sur.



En todos esos países, el mapa de la violencia, ante todo urbana, ya nada
tiene que ver con la de los años de guerras internas, cuando la violencia
tenía lugar mayormente en los territorios rurales. Del mismo modo, los
actores de la violencia han cambiado en gran medida. Mientras que antes los
principales responsables eran los miembros de las Fuerzas Armadas, la
policía y las guerrillas, desde hace una veintena de años la violencia es
causada por nuevos actores. Se trata, por supuesto, de sicarios a las
órdenes de narcotraficantes y empresarios forestales o mineros, múltiples
bandas del crimen organizado, ligadas o no al narcotráfico, y mareros. Los
blancos de estos asesinatos son sindicalistas, activistas ambientales,
periodistas o campesinos que defienden sus tierras. Finalmente, se observan
operaciones de «limpieza social» que apuntan a los mareros o a los
vagabundos y los jóvenes en situación de calle, que son llevadas a cabo por
policías que realizan adicionales para empresas de seguridad privada.
Finalmente, son los mareros quienes asesinan a los miembros de las bandas
rivales y a los habitantes de los barrios populares que se resisten a sus
extorsiones.



Nuevos flujos migratorios



Estas nuevas formas de violencia tuvieron como consecuencia un incremento de
los movimientos migratorios desde los países del Triángulo Norte, vía
México, con destino a eeuu y, en menor medida, a Canadá. En efecto, los
movimientos migratorios, que hasta los años de las guerras internas solo
involucraban a un pequeño número de personas, registraron a partir de los
años 2000 un fuerte crecimiento. La emigración de los años de guerra
(1979-1987) ya había permitido a muchos centroamericanos instalarse en los
países de América Central no afectados por las guerras internas, pero
también en México, eeuu y Canadá. Ellos ayudaron luego a los migrantes de
los años posteriores a la guerra.



A partir de la década de 1990, las migraciones a México y eeuu registraron
un constante aumento, en primer lugar, en El Salvador, donde el porcentaje
de la población que decidió emigrar para escapar de la violencia y en busca
de mejores oportunidades de trabajo creció de 16% en 2000 a 35% en 2017.
Fenómenos análogos, pero de menor amplitud, se observan en Honduras y
Guatemala, donde el número de migrantes se triplicó durante el mismo periodo
y donde su porcentaje respecto del total de la población pasó de 5% a 10%.
Nicaragua también vivió fenómenos migratorios importantes, con la gran
diferencia de que sus habitantes emigran, como es habitual, a eeuu, pero
también, en proporciones casi similares, a la vecina Costa Rica. La
emigración siguió ampliándose en 2018, tras la brutal represión de las
protestas contra el gobierno de Daniel Ortega.



Estos nuevos movimientos migratorios, sin precedente alguno en el istmo,
resultan emblemáticos de la manera en que muchos centroamericanos perciben
la falta de futuro debido a la violencia allí imperante, y también a las
escasas oportunidades en términos de empleo, sobre todo, para los más
calificados.



Una corrupción proteiforme



El incremento de la violencia debe leerse en paralelo con el surgimiento de
formas de corrupción infinitamente más complejas y sistemáticas que en las
décadas de 1980-1990, por varias razones. En primer lugar, porque el istmo
centroamericano se convirtió en la principal zona de tránsito para el
transporte de la cocaína producida en América del Sur con destino a eeuu.
Luego, como consecuencia del crecimiento de las actividades del sector
primario en las economías centroamericanas, que se vio acompañado por
múltiples transacciones ilegales. Lo que significa que, desde hace más de un
cuarto de siglo, mercaderías ilegales de un valor considerable pasan por los
países centroamericanos. En 2005, los expertos de la Oficina de las Naciones
Unidas contra las Drogas y el Delito (onudd) calculaban que el pib de los
países de tránsito era en esa época inferior al valor total de la cocaína
transportada a eeuu. (3) Si bien en la actualidad las ganancias generadas
por ese comercio ilegal son proporcionalmente menos importantes teniendo en
cuenta la suba del pib de los países centroamericanos, no dejan de jugar un
papel esencial en la economía de estos países. Una serie de actividades como
el comercio de indumentaria, el de vehículos, la actividad gastronómica, los
bancos, el sector inmobiliario, la construcción y la obra pública y el
turismo se beneficiaron en gran medida del lavado de los narcodólares.



Los militares, las elites políticas y el sector judicial son los sectores
claves de este comercio ilegal que hoy es dominado por narcotraficantes
mexicanos. Se estima además que la fuerza de su poder de intimidación y
corrupción tiene un peso creciente en los gobernantes de los países del
Triángulo Norte. En cambio, en Nicaragua, la hipercentralización del poder
en torno de la familia Ortega desde su retorno al poder (2006) contribuye a
mantenerlos en situación de subordinación. Esta colusión entre el sector
político, las fuerzas armadas y policiales y la justicia favorece también
otras actividades ilegales como el robo y el tráfico de vehículos y la trata
de personas, en especial la prostitución, particularmente en el Triángulo
Norte.



La influencia, cada vez más fuerte, de la corrupción ligada al narcotráfico
y al crimen organizado se vio acompañada por el desarrollo paralelo de otros
fenómenos de corrupción ligados a la afluencia de recursos financieros
provenientes de la cooperación internacional, tanto de agencias
internacionales y gobiernos preocupados por ayudar a los países del istmo
como de capitalistas deseosos de invertir en los sectores de actividad más
diversos. Los esfuerzos realizados por la cooperación internacional para
apoyar programas de reinserción de guerrilleros desmovilizados en la década
de 1990, y luego para ayudar a la reconstrucción de los países devastados
por el huracán Mitch (1998), o por los terremotos en los años 2000, fueron
objeto de desvíos de fondos considerables. La ayuda provista por Venezuela
en el marco de la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América
(alba), especialmente a los gobiernos de Nicaragua y El Salvador a partir de
2006, pero también a Honduras durante el breve mandato de Manuel Zelaya
(2006-2009), fue objeto de desvíos sistemáticos.



La última forma de corrupción consiste en el tráfico de influencias y el
sistema de sobornos que emanan de quienes ejercen la autoridad política y
administrativa en todos los niveles. Diferentes presidentes centroamericanos
y sus familiares ofrecieron sus servicios para el otorgamiento de
autorizaciones administrativas a empresarios que deseaban invertir en
actividades agrícolas, mineras, comerciales o industriales. También
organizaron sistemas de fraude aduanero.



Estos fenómenos fueron tanto más importantes cuanto que tres de estos
países, Guatemala, El Salvador y Nicaragua, vivieron cada uno cerca de una
década de guerras internas que frenaron las inversiones económicas en todos
los sectores. Por eso, la reanudación de las actividades productivas
asociada a algunos cambios en el régimen de la propiedad, en especial en
Nicaragua, en el momento del cuestionamiento de algunas confiscaciones
operadas bajo el régimen sandinista, o de las transformaciones territoriales
surgidas del éxodo de algunas poblaciones en las zonas rurales en Guatemala
y El Salvador, crearon enredos jurídicos propicios para todo tipo de
transgresiones legales en nombre de una visión desvirtuada de la eficiencia.
La cuestión de la transferencia de propiedades tuvo un giro particularmente
espinoso en Nicaragua, donde los sandinistas votaron leyes que disponían la
transferencia de propiedades, casas, inmuebles, propiedades agrícolas y
empresas nacionalizadas en beneficio de dirigentes de la revolución y de
autoridades del partido, pero también de cooperativas agrícolas, familias de
campesinos y habitantes de barrios precarios. Estas leyes –denominadas «la
Piñata»– afectaron así toda posibilidad de distinguir entre lo justo, una
redistribución agraria o una reforma urbana equitativa, y lo injusto, la
creación de fortunas privadas que convirtió a algunos sandinistas en rivales
de los antiguos oligarcas de los años somocistas. En menor medida, se
observaron problemas similares en las zonas rurales de Guatemala. Decenas de
miles de campesinos que habían abandonado sus pueblos para escapar de las
matanzas del Ejército fueron despojados de sus tierras en beneficio de
aquellos que habían aceptado colaborar con las Fuerzas Armadas, y fenómenos
del mismo tipo tuvieron lugar en las zonas rurales salvadoreñas.



Pseudodemocracias



Estas formas de violencia y corrupción que comenzaron a florecer en América
Central están evidentemente ligadas a los fracasos de los regímenes
democráticos que se instauraron tras los Acuerdos de Paz de Esquipulas en
los años 90. En efecto, si bien estos pactos permitieron en todas partes el
restablecimiento del Estado de derecho, estuvieron acompañados de procesos
de amnistía para los crímenes cometidos durante los años de guerra que
instauraron una forma de impunidad.



Sin embargo, nadie duda de que estos acuerdos de paz contribuyeron al
fortalecimiento de costumbres democráticas. Implementaron mecanismos que
prohíben a los países signatarios apoyar las operaciones armadas llevadas a
cabo desde sus territorios a través de las guerrillas. El compromiso de los
signatarios de restablecer las libertades fundamentales a menudo vulneradas
por los estados de excepción en vigor, así como de organizar rápidamente
elecciones pluralistas y competitivas, también pesó en favor de la
instauración de regímenes democráticos, en particular en Nicaragua.
Observemos también que los acuerdos vinieron a reforzar la influencia de
procesos democráticos a veces iniciados con anterioridad, en especial en
Honduras y El Salvador, a partir de 1982 y 1984, y en Guatemala en 1985.
Estos acuerdos significaron también todo un aggiornamiento democrático en
sectores otrora partidarios de la violencia, que pensaban que la sociedad
necesitaba ser moldeada por la fuerza y no a través de pactos o de la
expresión de la voluntad general mediante elecciones. Una serie de actores
cercanos a la Contra y movimientos armados de los países del Triángulo
Norte, como el fmln, la urng y el partido-Estado sandinista, se convirtieron
a los ideales democráticos. Del mismo modo, los derechos humanos, que habían
sido instrumentalizados para denunciar los crímenes de guerra del
adversario, se transformaron en la piedra angular de una nueva reflexión
sobre las exigencias universalistas consustanciales a las costumbres y los
ideales democráticos. Esta nueva sensibilidad se expresó, en el mejor de los
casos, en un resurgimiento de los medios de comunicación, la literatura y la
música. También se hizo sentir en el lugar sin precedentes que ocuparon
diferentes ong, algunas vinculadas al movimiento feminista o indígena, otras
al seguimiento de la repatriación de los refugiados o preocupadas por
cuestiones ecológicas y asuntos territoriales.



Sin embargo, cabe señalar que, a partir de fines de la década de 1990, se
expresaron claramente múltiples cuestionamientos a los principios
democráticos en todas estas nuevas democracias. En cada una de ellas, hubo
ante todo una persistencia de los hábitos de corrupción y violencia
acompañada por proyectos muy pedestres. Las costumbres adquiridas durante
los años de guerra, en los que la violencia más extrema se conjugó con
increíbles fenómenos de corrupción, fueron en cierta forma legitimadas por
los acuerdos de paz. En Guatemala, Nicaragua y El Salvador se decidió que el
final de estas guerras estaría acompañado por amnistías para todos los
protagonistas. Lo que significa que, en estos tres países, la combinación de
hechos de violencia y corrupción, que fueron el telón de fondo de los años
de guerra, y la ausencia de procesos judiciales que acompañó a los acuerdos
de paz consagraron una cultura de la impunidad. Lo que es peor, esta cultura
de la impunidad se instauró en el momento mismo en que se afirmó la
necesidad de poner fin a las acciones armadas y poner en valor los
principios democráticos. Es respecto de estas tensiones, entre las
aspiraciones democráticas y la idea de que el poder descansaba
necesariamente en la violencia y estaba acompañado de prebendas, como debe
interpretarse el avance de la llamada dominación de los «poderes fácticos»
en Guatemala y Honduras a partir de los años 1990, y luego el dominio de dos
caudillos como Arnoldo Alemán y Daniel Ortega en Nicaragua de 1996 a 2006, y
después el de este último y de su esposa y, finalmente desde 2019, el de
Nayib Bukele en El Salvador.



Si bien los acuerdos de paz suscriptos en Guatemala afirmaron la necesidad
de fortalecer el Estado de derecho y, para ello, reducir el peso de las
Fuerzas Armadas y reforzar el poder de los aparatos administrativos civiles
del Estado, estas medidas siguieron siendo letra muerta. Los aparatos de
inteligencia militares no dejaron de existir y de llevar a cabo operaciones
de intimidación e incluso asesinatos de «subversivos». A partir de los años
2000, responsables militares, empresarios y políticos se asociaron con las
redes de narcotraficantes. Estas mafias infiltraron metódicamente el aparato
de Estado y el sector político, y buscaron influir en la vida pública y
someter al país. Se observan en mayor o menor medida los mismos fenómenos de
colusión en Honduras, donde el control del aparato de Estado en beneficio de
los intereses privados no fue menor. En Nicaragua, prácticas como la compra
de votos en el Parlamento prepararon el terreno para una corrupción mucho
más cotidiana que involucró a familiares de la presidenta Violeta Chamorro.
Fue en este contexto que, valiéndose de la ayuda financiera de Muamar
Gadafi, Ortega se deshizo de los renovadores y retomó las riendas del fsln
prometiendo además que su retorno al poder permitiría adueñarse del Estado.
A su vez, gracias a la ayuda financiera de los cubanos de Miami, Arnoldo
Alemán se impuso como alcalde de la capital y luego como candidato del
Partido Liberal en las elecciones de 1996. A comienzos de los años 2000,
Ortega y Alemán celebraron un verdadero pacto de cooperación para eliminar a
sus competidores de la escena política, apoderándose de todas las
instituciones claves del país: el tribunal que controla las finanzas, el
Tribunal Supremo Electoral y, por supuesto, el Parlamento. En 2006, este
pacto permitió a Ortega ser reelecto para la Presidencia de la República con
38% de los votos y, desde entonces, perpetuarse allí instaurando un sistema
que socava todos los principios democráticos de separación de poderes y de
cuestionamiento del poder en elecciones pluralistas. Si bien El Salvador
enfrentó los intentos de actores que buscaban privatizar e instrumentalizar
el Estado para sus fines inmediatos, el crecimiento de dos partidos
relativamente estructurados, la Alianza Republicana Nacionalista (Arena) y
el fmln, permitió que subsistieran juegos de equilibrio entre los poderes
Ejecutivo, Legislativo y Judicial e impidieran este tipo de control. Esta
dinámica funcionó, mal que bien, hasta la elección de Bukele como presidente
de la República en 2019.



La creciente omnipresencia de los fenómenos de violencia cotidiana, así como
de corrupción, puso de manifiesto esquemas que cuestionaban los principios
democráticos, por un lado, asignando de un modo u otro un papel central a la
violencia en la conformación de los lazos sociales, y por el otro,
desvalorizando los derechos humanos y los principios liberales de separación
de poderes. Los primeros signos de esta manifestación de la violencia fueron
las diferentes operaciones de «limpieza social» realizadas a la vez por
asociaciones de vecinos o de comerciantes y empresas de seguridad privada,
dirigidas a menudo por ex-militares. Estos asesinatos, que se multiplicaron
a partir de la década de 2000 en el Triángulo Norte, fueron las más de las
veces realizados en connivencia y a veces en coordinación no oficial con la
policía. Esta última, no conforme con estas acciones clandestinas,
desarrolló también una política de colusión con algunos grupos criminales
dentro de las cárceles, muy especialmente en Guatemala y Honduras, donde
toleró o supervisó numerosos ajustes de cuentas. Esta creencia en la
necesidad de una erradicación del crimen a través de castigos ejemplares,
inmediatos y despiadados desembocó en una retórica de la mano dura, que se
convirtió en una temática política manifiesta no solo en el seno de los
diferentes partidos políticos de derecha en el Triángulo Norte, sino que
también fue retomada en El Salvador por el flmn y por algunos sectores de
los partidos de izquierda. El llamado al disciplinamiento brutal de los
grupos delictivos se vio acompañado por un movimiento de descrédito de los
principios jurídicos liberales.



Los primeros cuestionamientos de estos principios en nombre de una necesaria
protección de la sociedad contra el crimen fueron acompañados por la puesta
en duda de los principios democráticos, que abrevó a la vez en una
manifestación de los viejos esquemas del populismo que enfrentaban al pueblo
con las elites, tanto en Honduras como en Nicaragua y El Salvador, y en una
revalorización de la idea de la necesidad de un poder fuerte que pudiera
establecerse en el tiempo y cuestionar la separación de poderes. Nada
resulta más llamativo que el paralelismo entre la retórica de Manuel Zelaya,
elegido presidente de Honduras en 2006, la de Daniel Ortega, reelegido como
jefe del Estado nicaragüense, y finalmente la de Nayib Bukele a partir de
2019. Todos ellos proclamaron la existencia de un abismo insalvable entre el
pueblo y las elites. Se presentaron como la encarnación del pueblo y
destacaron su papel de conciliadores entre los intereses de los diferentes
sectores de la sociedad, pretendiendo superar así las divisiones existentes.
Zelaya se vio rápidamente frenado en sus veleidades de instaurar una posible
reelección presidencial al final de su mandato por un golpe de Estado
organizado en 2009 por una conjunción de fuerzas políticas ligadas a los
sectores empresariales, una parte de los grupos mafiosos y el Partido
Nacional tan poco democráticos como él. A pesar del movimiento de oposición
democrática de 2018, Ortega pudo en cambio llevar a cabo su proyecto de
instaurar una dictadura que abreva a la vez en las prácticas del somocismo y
en las formas totalitarias de su propio poder en sus primeros años al frente
de Nicaragua durante la Revolución Sandinista (1979-1990). A partir de su
vuelta a la Presidencia en 2006, valiéndose de su control de las
instituciones judiciales del país y del Tribunal Electoral, fue formateando
el Estado a su voluntad. Este control de las instituciones políticas
desembocó a partir de 2016 en la prohibición para sus posibles competidores
de presentarse en las elecciones presidenciales, y en 2021, en el
encarcelamiento de todos los líderes de la oposición. Actualmente, se
observa la construcción de un poder totalitario, donde él y su esposa actúan
como una pareja de egócratas que pretenden encarnar a un pueblo unido
monolíticamente y en el que toda forma de oposición, política, sindical y
social, queda reducida a la figura de «enemigos del Pueblo».



Decir que los actores de la renovación democrática surgida en los años 1990
no la tuvieron fácil, se trate de las nuevas fuerzas políticas o de ong,
asociaciones, medios de comunicación, movimientos campesinos o sindicales,
sería decir poco. En el conjunto de los países centroamericanos (con
excepción de Costa Rica), todos fueron objeto de vejaciones y campañas de
difamación, así como de intimidación de los gobiernos vigentes. Lo que no
impidió, sin embargo, a estos diferentes tipos de opositores llevar a cabo
con mucha valentía campañas contra los poderes vigentes y lograr a veces
algunas victorias. Toda una red de activistas alimentó el trabajo de la
prensa y de los medios de comunicación centroamericanos, así como de las
grandes ong internacionales, como Amnistía Internacional, Human Rights
Watch, Indian Law Resource Center y algunas agencias de la Organización de
las Naciones Unidas (onu). Lo que significa que, gracias a su trabajo y a su
valentía, los hechos de corrupción y las numerosas violaciones a los
derechos humanos son mucho más conocidos que antes. Algunos lograron además
notables triunfos. Tras una sentencia de la Corte Interamericana de Derechos
Humanos de 2001, el gobierno de Nicaragua debió indemnizar a una comunidad
indígena cuyas reservas forestales había vendido a una empresa coreana. Pero
las victorias más notables tuvieron lugar en Guatemala. La primera se
produjo en 2006, durante la creación, con el aval de la onu, de la Comisión
Internacional contra la Impunidad en Guatemala (cicig). A través de sus
movilizaciones y sus campañas de prensa, la sociedad civil y un sector de la
clase política lograron que el Parlamento aprobara la creación de esta
comisión. Su trabajo, así como las manifestaciones de la sociedad civil,
provocaron en 2015 la dimisión y el enjuiciamiento del presidente Otto Pérez
Molina. Una nueva pulseada enfrentó a la cicig y a un sector de la población
con el presidente Jimmy Morales, acusado también de corrupción.
Paralelamente, entre 2012 y 2013, el ex-dictador Efraín Ríos Montt fue
condenado en los tribunales de la justicia guatemalteca a 50 años de prisión
por genocidio, pena agravada por una segunda condena firme a 30 años de
prisión por delitos de lesa humanidad. Si bien estos fallos fueron casi de
inmediato anulados por la Corte Suprema, el proceso no dejó de representar
un avance importante en la sensación del derecho a tener derechos en
Guatemala. Por su parte, sin lograr verdaderas victorias, fueron muchos los
hondureños que se movilizaron contra la violencia común y las redes
mafiosas, así como contra el golpe de Estado que derrocó a Zelaya y, más
aún, contra la reelección fraudulenta de Juan Orlando Hernández. Pero es
indudablemente en la Nicaragua de Ortega donde los partidarios de la
democracia enfrentan mayores dificultades. En efecto, desde su regreso al
poder en 2006, el presidente organizó una persecución metódica contra los
opositores que consideraba más peligrosos: los medios de comunicación
independientes que habían denunciado el peligro de su pacto con Arnoldo
Alemán y puesto al descubierto sus redes de corrupción, así como las
organizaciones feministas que habían apoyado a su hijastra Zoilamérica en
sus denuncias de las violaciones repetidas de Ortega. Tampoco quedaron al
margen los movimientos campesinos que se oponían a la construcción de un
canal interoceánico, muchos de cuyos activistas fueron detenidos y a veces
asesinados. Hoy es el turno de los militantes de los derechos humanos y la
nebulosa opositora. Más de 550 fueron asesinados, centenares fueron
encarcelados y acusados de terrorismo. Y por fin, en los primeros meses de
2022, luego de decisiones judiciales totalmente arbitrarias, más de un
centenar de ellos fueron condenados a penas de prisión de más de diez años.



Foco de atención de la opinión pública internacional durante los años 80,
América Central y sus crisis han pasado en la actualidad a un segundo plano
para la opinión pública mundial. Así, aun cuando gracias a la revolución de
la información que generó el surgimiento de internet, estamos más informados
que nunca sobre cada sobresalto de las crisis centroamericanas, la opinión
pública y las organizaciones internacionales, como la Organización de los
Estados Americanos (oea) o la onu y la Unión Europea ponen en práctica el
benign neglect respecto de esta parte del mundo. Solo les preocupan las olas
migratorias con destino a eeuu y Canadá. Pero las instituciones
internacionales y la opinión pública continúan siendo a menudo incapaces de
vincular estos fenómenos a la creciente influencia de la violencia y las
mafias de la droga, así como al avance de gobiernos corruptos y tiránicos.
Las poblaciones cuyas aspiraciones democráticas van en aumento, tal como lo
demuestran los recientes acontecimientos en Guatemala, Honduras o Nicaragua,
tienen una necesidad vital de contar con el apoyo de las instituciones
internacionales y de la opinión pública global para librarse de las nuevas
tiranías que se están instaurando.



* Sociólogo e investigador del Centro de Estudios Sociológicos y Políticos
Raymond Aron de la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales
(CESPRA-EHESS), París, y profesor afiliado a la División de Historia del
Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE), Ciudad de México. Es
codirector de la revista Problèmes d’Amérique Latine. Publicó varios libros,
entre ellos Génesis de las guerras intestinas en América central (1960
-1983) (FCE, Ciudad de México, 2008) y Crónica de una guerrilla (Nicaragua,
1982-2007) (CIDE / CEMCA, Ciudad de México, 2016).



Notas



1- Abordaremos aquí la situación de los países del llamado «Triángulo Norte
de América Central», es decir, Guatemala, Honduras y El Salvador, y la de
Nicaragua. La situación es diferente de la que viven los países del sur del
istmo, como Costa Rica, que tiene una antigua tradición democrática, y
Panamá, que obedece a lógicas muy distintas, al igual que Belice,
microestado miembro del Commonwealth.

2. Mario Monteforte Toledo: Centro América: subdesarrollo y dependencia,
tomo 1, UNAM, Ciudad de México, 1972, p. 128. Este autor solo brinda
respecto de Guatemala una cifra que suma las tasas de homicidio y suicidio,
14 por cada 100.000 habitantes en 1965, y lo mismo hace respecto de Panamá
(16,5) y Costa Rica (16,5). Señala que no existen datos estadísticos
disponibles respecto de Honduras.

3. PIB de los países centroamericanos era entonces el siguiente: Guatemala:
28.000 millones de dólares; Honduras: 7.000 millones; El Salvador: 16.000
millones; Nicaragua: 5.000 millones; Costa Rica: 19.000 millones; y Panamá:
14.000 millones.

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