Cultura/ El legado político de la crítica de arte de John Berger. [Francesca Peacock]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Sab Dic 10 23:00:07 UYT 2022


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Correspondencia de Prensa

10 de diciembre 2022

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Cultura



El legado político de la crítica de arte de John Berger



La voz única e intransigente de John Berger como crítico de arte estuvo
siempre vinculada a sus compromisos políticos. Marxista sin remordimientos,
Berger valoró el arte no solo por el simple mérito estético, sino por su
capacidad de contribuir a que los espectadores reconocieran su poder
colectivo.



Francesca Peacock *

Nueva Sociedad, noviembre 2022

https://nuso.org/

Traducción de Silvina Cucchi



En un ensayo incluido en una colección de 1960 que tituló de manera
provocativa Permanent Red [Rojo permanente] –de manera tan provocativa, de
hecho, que para su publicación en Estados Unidos se cambió el título por el
mucho más anodino Toward Reality [Hacia la realidad]–, John Berger se
lamentaba por la eterna sensiblería de la Exposición Estival de la Royal
Academy. «La peor pintura victoriana trataba con sentimentalismo el anhelo
espiritual; la peor pintura soviética trataba con sentimentalismo los logros
del trabajo; nosotros, en el peor de los casos, tratamos con sentimentalismo
la cheesecake», se indignaba Berger. Podría decirse que no era un admirador
de la institución de Piccadilly, el «corazón establecido» de una Inglaterra
amante del pastel de queso.



Permanent Red fue el primer e innovador libro del joven Berger. Tras su
diatriba contra el arte sentimental, la Royal Academy, la Bienal de Venecia
y casi cualquier otra institución artística, proseguiría con una carrera
ecléctica que abarcaría todo, desde crítico de arte alborotador y novelista
hasta presentador de televisión, guionista de cine y voz en off del
videojuego Grand Theft Auto.



Pero todo aspecto de la enormemente variada carrera que desarrolló hasta su
muerte en 2017 estuvo imbuido de política. Berger era lo más improbable en
el establishment cultural británico: un marxista declarado que era el
favorito rebelde tanto de la BBC como del público. Difícilmente haya en el
país un estudiante que no haya leído su obra de 1972 Modos de ver, escrita
para acompañar la serie documental del mismo nombre.



Dada la veneración que recibe hoy Modos de ver, es fácil olvidar lo radical
que fue. En una serie de cuatro episodios de 30 minutos que emitía BBC 2 (en
el horario bastante poco propicio de las 10:05 pm), Berger presenta al
público británico un modo completamente novedoso de apreciar el arte. La
serie era, en parte, una réplica a Civilisation, la serie de Kenneth Clark,
y a su tradicional enfoque de la historia del arte. Mientras que la serie de
Clark se iniciaba en la Edad Media y luego avanzaba cronológicamente a
través del Renacimiento, la Reforma y la Ilustración, Berger adoptaba un
enfoque bastante diferente. Modos de ver comienza con la obra del entonces
poco conocido marxista alemán y judío Walter Benjamin, y popularizó las
ideas de su ensayo de 1935 La obra de arte en la época de su
reproductibilidad técnica. A través de los episodios subsiguientes (y de los
capítulos del libro que se editó posteriormente), Berger explica el
feminismo marxista, explora el modo en que el arte refleja el estatus de
quienes lo comisionan y revela la bancarrota artística de la publicidad
contemporánea. Es completamente marxista en intención y resultado: la BBC no
había producido antes nada semejante ni lo hizo después.



Permanent Red comienza con una diatriba contra la «excesiva subjetividad de
la mayor parte de nuestro arte y crítica». Para Berger, no basta con
«comprender a casi todos los artistas» si uno «acepta lo que ellos mismos
tratan de hacer» y «admira su esfuerzo». En cambio, reclama un fin bastante
más elevado de la crítica: juzgar si un artista está en la «búsqueda de la
verdad». Hay aquí una tendencia radicalmente antiindividualista: para
Berger, el arte verdadero nunca es tan solo el artista «expresándose» sobre
el papel.



Berger mismo admite que «la pintura y la escultura no son claramente los
medios más adecuados para presionar al gobierno para que nacionalice la
tierra», pero sostiene que aun así hay una finalidad política en el arte:
«acrecienta nuestra conciencia de nuestro propio potencial». De pronto, la
crítica de arte no juzgaba meramente si una obra cumplía las metas de un
artista, o si lucía «bien» en la pared. Juzgaba si contribuía a que el
espectador tomara conciencia de su propio poder.



Años más tarde, Berger moderaría algunas de sus afirmaciones de juventud.
Cuando en 1979 se reeditó Permanent Red, se lamentó por lo «contenidas» que
habían sido sus críticas a la Unión Soviética y habló de su sensación de
estar «atrapado teniendo que expresar todo lo que sentía o pensaba en
términos de crítica de arte». Para entonces, Berger se sentía más cómodo
siendo político más allá de su crítica de arte. Pero a pesar de sus leves
desacuerdos con el Berger de los años 60, el Berger mayor todavía deja algo
en claro: «Ahora creo que existe una absoluta incompatibilidad entre el arte
y la propiedad privada, o entre el arte y la propiedad estatal, a menos que
el Estado sea una democracia plebeya. La propiedad debe ser destruida antes
de que la imaginación pueda seguir desarrollándose».



No puede ni quiere aceptar forma alguna de crítica de arte que «sirva para
sostener el mercado del arte».



¿De qué modo se manifestó en la crítica de Berger su marxismo? En los
ensayos tempranos, hay más de un rastro de un esnobismo socialista burlón.
Desdeña al tipo de artista joven que «aún no sabe qué hacer y entonces
convierte su indecisión en una peculiaridad», y también desdeña al tipo de
asistente a galerías –la «amante de la poesía con el cabello trenzado
alrededor de la cabeza»– a quien le gustan esas obras. Odia los «chalecos
floreados» y los «paraguas plegados» de las galerías de arte comerciales, y
es igualmente despectivo hacia las instituciones nacionales e
internacionales. Incluso ataca la figura del artista: «la sociedad [lo] ha
convertido en algo intermedio entre un pícaro, un excéntrico divertido y un
ermitaño santo en el desierto».



Pero hay un personaje con el cual Berger modera su ira: el curador de una
exposición en un ayuntamiento de provincias. Berger sabe que está
«idealizando» esta exposición de fantasía, y sabe que las obras serán
«sentimentales o sin originalidad», aunque no peores que las de la Bienal de
Venecia, afirma. Pero alaba la muestra por «su contexto humano». Para
Berger, lo que las vuelve un éxito es el hecho de que estas obras
pueblerinas «configurarán un núcleo para asociaciones, evocaciones,
discusiones, relatos, historia» entre aquellos que vayan a verlas. Este
impulso localizador es el primer y revolucionario paso en la transformación
del arte en algo distinto de un bien de lujo.



Cuando Berger escribía crítica de obras de arte o de muestras para la prensa
nacional –en los años 50 y 60 fue crítico de arte del New Statesman–, tenía
la extraña y contraintuitiva capacidad de volver superfluo el acto mismo de
ver arte. Su filosofía de la crítica de arte consistía en mirar: al
principio de Modos de ver, afirma y explica que «la vista llega antes que
las palabras». Sin embargo, hay un placer particular en sus palabras.
Tomemos como ejemplo esta descripción de las obras de Barbara Hepworth:
«[Las esculturas de Hepworth] se parecen vagamente a figuras u objetos
naturales y por lo tanto puede decirse que tienen algún tipo de contenido.
¿Por qué parecen estas tan vacías y muertas como las otras? En cualquier
periodo que carezca de una fe que forme parte de manera tan intrínseca de
toda la cultura que su simbolismo pueda ser aplicado automáticamente por
todos a todo fenómeno, el contenido de una obra de arte solo puede derivar
de la experiencia definida, específica, particular».



Soy admiradora de Hepworth, y podría disentir con la afirmación de que sus
obras están «vacías y muertas». Pero al leer el fragmento, me impacta la
fuerza de la crítica de Berger: pasa de las esculturas a la falta de una fe
o ideología cohesiva en el mundo moderno en una sola y rápida frase. Su
crítica y sus ideas políticas se reflejan en el arte que describe hasta que
se transforman en algo para analizar y admirar por derecho propio.



A medida que su escritura cambiaba a lo largo de las décadas, Berger comenzó
a asumir nuevas cruzadas políticas. Apoyó por mucho tiempo la causa
palestina y escribió ensayos brillantes y sensibles sobre la vida de quienes
vivían bajo ocupación. En 2015 –solo dos años antes de su muerte– resumió la
desigualdad en el corazón del conflicto palestino-israelí: «Cualquier
comparación entre las armas involucradas en estos enfrentamientos nos
devuelve a lo que es la pobreza. De un lado, helicópteros Apache y Cobra,
F16, tanques Abrams, jeeps Humvee, sistemas de vigilancia electrónica, gas
lacrimógeno; del otro, catapultas manuales, hondas, celulares, Kalashnikov
mal utilizadas y explosivos en su mayoría caseros».



En su ensayo introductorio a Mural –una antología de la obra del poeta
nacional de Palestina, Mahmoud Darwish, traducida e ilustrada por Berger–
fue aún más directo: «Gaza, la prisión más grande del mundo, se está
transformando en un matadero», escribió.



Pero el legado político más perdurable de Berger debe ser su feminismo
marxista. En Modos de ver, abrió nuevos caminos cuando escribió que el ser
de la mujer está «partido en dos»: «Una mujer debe contemplarse
continuamente. Ha de ir acompañada casi constantemente por la imagen que
tiene de sí misma. Cuando cruza una habitación o llora por la muerte de su
padre, a duras penas evita imaginarse a sí misma caminando o llorando. Desde
su más temprana infancia se le ha enseñado a examinarse continuamente»  (1).



Y prosigue diciendo que «[l]os hombres examinan a las mujeres antes de
tratarlas» y, por lo tanto, «el aspecto o apariencia que tenga una mujer
para un hombre puede determinar el modo en que este la trate». Pero el
feminismo de Berger no se limita al comentario social (radical). Pasa a
aplicar esto al mundo del arte y dirige su mirada execrante hacia la
historia del desnudo. Para Berger, a lo largo de siglos de pintura, «el tema
(una mujer) es consciente de que la contempla un espectador». Ella solo está
desnuda «como el espectador la ve». Condena la hipocresía de las pinturas
que critican la vanidad femenina («pintas una mujer desnuda porque disfrutas
mirándola, luego le pones un espejo en la mano») y atacó las pinturas que
revelaban la «sumisión» del modelo femenino. El «espectador-propietario» y
el tema existen en una relación desigual, que Berger identifica en «la
publicidad, el periodismo, la televisión».



Berger preparó el camino para la identificación de una diferencia entre la
desnudez y el desnudo, y llevó la atención a la representación de las
mujeres en los medios en un momento en que nadie más lo hacía. Fue el primer
crítico que utilizó la expresión «mirada masculina», que más tarde
popularizó la crítica de cine Laura Mulvey. Su obra crítica fue casi
preternaturalmente moderna, e inspiró a una gran cantidad de historiadores
del arte que lo siguieron. Su ensayo no habría desentonado en el catálogo
para la muestra de Artemisia Gentileschi de 2020 en la National Gallery.



Esta sensación de modernidad perdurable de su obra es acertada: publicó
hasta su muerte en 2017, a los 90 años. Una de sus últimas colecciones,
Portraits (Sobre los artistas, 2015) es una brillante introducción a los 74
artistas sobre los que escribe, pero también es un brillante manual de su
estilo: hay críticas por medio de cartas, invectivas ad hominem y vehementes
diatribas. En un momento, proclama airadamente que «la extrañeza» de Henry
Moore «carece de todo sentido». Y así despacha al escultor favorito de Gran
Bretaña.



Es a este crítico airado, que odia el pastel de queso y apalea al burgués,
al que tantos recuerdan ahora. Y de hecho, por una buena razón: era dueño de
una plétora de insultos brillantes. En un pasaje, cuando ataca al valorado
artista francés Jean Dubuffet, Berger se refiere al pasar a la «náusea de la
cultura burguesa», tras insinuar que las obras de Dubuffet se ven
extrañamente similares a heces.



Y en sus últimos años no se volvió más suave. En su colección de 1992
Keeping a Rendezvous (2), escribió una defensa apasionada de los mineros
británicos que sufrieron a manos del gobierno de los conservadores durante
la década de 1980. «Ellos se han propuesto quebrarte, se han propuesto
quebrar tu herencia, tus destrezas, tus comunidades, tu poesía, tus
círculos, tu hogar», escribe, y proclama que «haría lo posible por defender»
a cualquier «héroe vengador». He aquí el Berger político en toda su fuerza,
pero el arte nunca queda atrás. En el mismo ensayo, escribe: «No puedo
decirte lo que el arte hace ni cómo lo hace, pero sé que el arte a menudo ha
juzgado a los jueces, exhortado a los inocentes a la venganza y mostrado al
futuro el sufrimiento del pasado para que no fuera olvidado».



El arte no va a devolver a los mineros sus empleos, ni siquiera va a
ayudarlos a pagar las cuentas, pero podría contribuir a que las futuras
generaciones recuerden lo que sucedió. Más allá de todos sus comentarios
mordaces en broma, su ingenio punzante y su humor escatológico –en 1989 se
las arregló para escribir un ensayo entero sobre su letrina titulado «Un
montón de mierda»–, hay un propósito de seriedad en la crítica de Berger.
Quería que el arte fuera tomado en serio, pero no del modo en que se lo ve
ubicado en las paredes de las galerías o vendido en subastas a precios
récord. Para Berger, el arte era un medio para acercarse a la verdad y para
inspirar algo en sus espectadores, y la crítica tenía un papel por jugar
llamando la atención sobre los casos en que fracasaba: si se quiere, un
montón de mierda vieja.



* Francesca Peacock, es escritora y periodista especializada en arte.
Escribe crítica de arte, reseñas de libros y artículos para The Telegraph,
The Times, The FT, The Mail on Sunday, Literary Review, The Spectator World
y Poetry London, entre otras publicaciones. Fuente: Verso Books



Notas



1).J. Berger: Modos de ver, Gustavo Gili, Barcelona, 1974.

2).Hay edición en español: Cumplir con una cita, Era / Universidad del
Claustro de Sor Juana, Ciudad de México, 2011. La traducción de las citas
pertenece a esa edición [N. de la T.].

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