Invasión rusa/ Las violaciones, la 'bomba interior' que asola Ucrania. {Rachida El Azzoozi]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Mar Mayo 17 23:11:04 UYT 2022


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Correspondencia de Prensa

17 de mayo 2022

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Invasión rusa



Las violaciones, la 'bomba interior' que asola Ucrania



En Ucrania, se multiplican los testimonios de víctimas de violaciones por
parte de soldados rusos. Rusia niega haber utilizado esta arma de guerra y
acusa a las autoridades ucranianas de “montaje”.



Rachida El Azzouzi, desde Kiev y Chernihiv

Mediapart, 17-5-2022

https://www.mediapart.fr/es/.

Traducción de Mariola Moreno



Tanya* no presentará denuncia. Ni ella, ni su hija Iliana*. No tienen
fuerzas. Apenas pueden hablar, apenas pueden describir a los soldados rusos
que las violaron, con las armas apuntándolas en las sienes, en el sótano
donde se refugiaban de las bombas.



Lo que quieren es estar a salvo, lejos del fuego de la guerra, de la
ocupación y del qué dirán. Y para asegurarse de que Iliana no está
embarazada. Es lo más importante. Porque, de lo contrario, tiene que
abortar, y en el pueblo, una leyenda, heredada de la época soviética, dice
que “si interrumpes tu primer embarazo, no volverás a tener hijos, te
convertirás en estéril”.



Larysa Denysenko no insiste. Ha sido abogada durante 24 años, especializada
en violencia sexual, y sabe cómo los tabús, la vergüenza y el trauma pueden
silenciar a las supervivientes. Repite: “Sus testimonios, los análisis de
las muestras están registrados, recogidos según las normas de la justicia
internacional. Si un día, mañana o dentro de varios años, cambias de
opinión, están ahí, conservados”.



Nunca en su larga carrera, la cofundadora de la Asociación de Mujeres
Abogadas de Ucrania pensó que se enfrentaría a “esto”, a “violaciones
masivas”, “violaciones de guerra”: “Es más que una violación, es la
destrucción de una nación a través de la intimidad durante generaciones”.



Más de una docena de casos ocupan sus días con sus noches, “y esto es sólo
el principio”: Tanya* violada con su hija Iliana*, Ludmila* delante de su
hija de 12 años, Katia* durante días, “para castigarla por enseñar la lengua
ucraniana”, Olena* sacada de Mariúpol “con los genitales destrozados”...



A excepción de un caso, que implica a un solo soldado –un oficial–, todos
documentan violaciones grupales, en las que están implicados varios soldados
rusos en las regiones ocupadas ahora liberadas en el norte de Ucrania, o
todavía bajo ocupación en el sur y el este. Todos recurren al mismo modus
operandi.



“Violan en manada, durante mucho tiempo, sin esconderse, en público, delante
de testigos, de familiares, de niños”, dice Larysa Denysenko. “A menudo
están borrachos, siempre armados, muy crueles, sádicos. Son habituales los
insultos como puta nazi, zorra nazi, te abriremos la barriga y te
enseñaremos a no parir más nazis’”.



La semana pasada recibió a tres nuevas víctimas, de nuevo mujeres, las
primeras que querían denunciar, “pero el procedimiento las asustó”: “Ya no
consigo localizarlas”. También ha recibido el caso de un niño que fue
violado. Larysa Denysenko se “rajó”, se negó: “Lo que había pasado era tan
bárbaro... No me sentía capaz de llevarlo”.



Violaciones en grupo a mujeres, niños y hombres, en público o delante de sus
familias, que pueden ir seguidas de asesinatos, violaciones post mortem,
prostitución forzada..: Ucrania está descubriendo con horror la magnitud de
la violencia sexual cometida por el Ejército ruso desde la invasión del país
el 24 de febrero, al mismo tiempo que las masacres, torturas, desapariciones
forzadas, saqueos, destrucciones.



Mediapart (socio editorial de infoLibre) ha recorrido las regiones de Kiev y
Chernihiv, en el norte del país, tomadas por las fuerzas ucranianas, para
conocer a las víctimas de las violaciones, un arma que se ha convertido en
habitual en los conflictos armados. Las reuniones fueron principalmente
indirectas, ya que el silencio ya está haciendo mella, a través de
familiares, testigos, abogados, psicólogos, médicos, cargos electos y ONG en
primera línea a la hora de denunciar estos delitos, cuyo alcance es difícil
de evaluar.



“Es demasiado pronto, la guerra está en marcha, las víctimas están muy
angustiadas, no están dispuestas a hablar. Su prioridad es seguir con vida
junto a sus familias, tener techo y comida. La violación es sólo una parte
del infierno que viven”, advierte Oleksandra Matviychuk, del Centro de
Libertades Civiles, una ONG que ofrece a las supervivientes un vademécum:
cómo presentar una denuncia, acceder a la asistencia, a la anticoncepción de
urgencia, en territorio liberado u ocupado, cómo conservar las pruebas: “No
lavarse, no cambiarse ni tirar la ropa, no lavarse los dientes”, etc.



La activista recuerda el peso de un tabú ancestral: “El delito sexual es el
más oculto en las sociedades, muchas víctimas nunca hablarán”. Lo ha
comprobado en los últimos años mientras investigaba en la región en el
centro del conflicto, el Dombás, en el este, con los prisioneros salidos de
las cárceles de los separatistas prorrusos, “un laboratorio de violencia
sexual”: “Testigos me decían que sus compañeros/as habían sido violados/as
varias veces, pero cuando hablaba con ellos, contaban las torturas, los
abusos, pero nunca las violaciones”.



Hay otra razón que impide hablar, dice: “Nuestro sistema jurídico no inspira
confianza. Ya en tiempos de paz, la víctima no cree que el violador pueda
ser condenado. En tiempos de guerra, este sentimiento de inseguridad se
agrava”.



Aunque el 12 de abril, el presidente ucraniano Volodymyr Zelensky habló de
“cientos de casos de violaciones”, la fiscalía ucraniana sólo proporciona
una cifra que se actualiza día a día: la de presuntos crímenes de guerra,
todos ellos combinados, ejecuciones sumarias, torturas, violaciones, etc.



Hasta la fecha, se han identificado más de 8.000 y están siendo investigados
por el Fiscal General de Ucrania y la Corte Penal Internacional de La Haya
(CPI). Una carrera contrarreloj, plagada de obstáculos, para recabar y
cotejar testimonios y pruebas. Se ha creado un sitio web gubernamental
específico, Warcrimes.gov.ua, donde los ciudadanos/as, víctimas, testigos,
ONG y periodistas pueden enviar cualquier documento que acredite los
crímenes de guerra.



Han llegado refuerzos de todo el mundo, de la CPI: investigadores, jueces,
expertos que a veces han peinado zonas de guerra donde se ha sistematizado
la violencia sexual más extrema, como en Bosnia (en la antigua Yugoslavia),
Sierra Leona o Ruanda... ONG reconocidas, como Amnistía Internacional o
Human Rights Watch (HRW), que el 3 de abril documentaron la violación de una
joven en un pueblo cercano a Járkov, en el este, están llevando a cabo sus
propias investigaciones, independientemente del proceso judicial.



Una de los desafíos será determinar si las violaciones forman parte de una
estrategia militar deliberada, planificada desde arriba por Rusia, de un
potencial genocidio dirigido a la limpieza étnica, como ha denunciado el
presidente ucraniano, o si son uno de los daños aleatorios de la guerra,
perpetrados por unos cuantos mercenarios fuera de control, sin
responsabilidad del mando.



Para Larysa Denysenko, “es un sistema de terror organizado al más alto
nivel”.Wlada*, de 20 años, a quien acompañaba, fue violada en Irpín, cerca
de Kiev, en el sótano de un edificio, entre otros refugiados, por tres
hombres de la 64ª brigada de fusiles motorizados. Esta brigada, implicada en
la masacre de cientos de civiles en la ciudad vecina de Bucha, fue
condecorada a su regreso a Moscú por el presidente ruso el 18 de abril por
su “heroísmo, tenacidad, determinación y valor”.



La abogada todavía está atormentada por el mensaje de Vladimir Putin sobre
la cultura de la violación al presidente ucraniano dos semanas antes de la
guerra. Los medios de comunicación lo tradujeron de dos maneras: “Te guste o
no, guapa, tendrás que aguantar” o “Te guste o no, tendrás que sufrirlo,
guapa”. “En Rusia”, dice, “la violencia de género estructura el poder, el
ejército, la sociedad, se valora y se fomenta, mientras que en Ucrania
estamos trabajando para acabar con esto”.



Larysa Denysenko pretende apoyarse en las numerosas conversaciones
telefónicas interceptadas por los servicios secretos ucranianos entre los
soldados rusos y sus camaradas, su jerarquía, sus familias, en las que “se
les felicita por violar”. Una de ellas deja atónito al país: una mujer rusa
le dice a su marido soldado en la región de Kherson, en el sur: “Vas allí,
violas a mujeres ucranianas y no me dices nada. ¿Entiendes?”.



Le teléfono suena. Otro informe denuncia a los “charlatanes” que se hacen
pasar por psicólogos y agravan los traumas. Quiere crear un comité de ética
para la profesión, y está alarmada por “los psicólogos antiabortistas que
animan a las menores que han sido violadas y se quedan embarazadas a
quedarse con el niño”, y por “la falta de personal formado”: “Hay mujeres
que cuentan sus violaciones y luego huyen del país. Perdemos el contacto con
ellas. Los médicos no tienen los reflejos necesarios para llamar a la
policía, realizar exámenes, tomar fotos y vídeos, decir a las víctimas que
no tiren la ropa, que no se laven para no borrar las pruebas”.



Serguéi Dimitrov, de la ONG Elos, está de acuerdo: “Hay que formar, y
rápidamente, a toda la cadena para que esté al lado de las víctimas, las
escuche, las crea, las acompañe, las respete. Debemos evitar que vuelvan a
verse traumatizadas y poner los medios para recoger sus testimonios de una
vez por todas, según las normas de la justicia internacional”. Esperaba
abrir este mes un refugio para entre 30 y 50 supervivientes y sus familias
en Ivano-Frankivsk, en el oeste del país, en una zona segura donde los
desplazados internos acuden en masa. “Todo el equipo, desde los médicos
hasta las limpiadoras, está recibiendo formación”.



“Ningún país está preparado para hacer frente a una industria de la
violación como ésta”, afirma Kateryna Levchenko. Fundadora de La Strada, la
principal ONG de lucha contra la violencia de género en Ucrania, que ha
recibido varias denuncias en su número gratuito, asesora al gobierno en
cuestiones de género y trabaja con instituciones estatales, asociaciones,
abogados, psicólogos y hospitales para mejorar la detección y el tratamiento
de las víctimas.



Teme que prevalezca el silencio, y cita como ejemplo el martirio de cientos
de miles de mujeres coreanas obligadas a prostituirse por el ejército
japonés antes y durante la Segunda Guerra Mundial, entre 1931 y 1945.
Durante más de medio siglo, tanto en Corea como en Japón, el silencio fue la
norma. Sólo en los años 90 las víctimas rompieron el silencio.



En las aldeas del óblast (región) de Kiev, ya está funcionando. Ludmila* no
quiere contar a la policía el calvario de Oksana*, su sobrina de 40 años, y
de Iryna*, la hija de su sobrina de 18 años. Durante días, cuatro soldados
rusos, ebrios, violaron a la madre y a la hija una tras otra, cada una
presenciando la tragedia de la otra, soportando los golpes, los insultos,
los “no querrás parir nazis después de esto”. Los verdugos, “yakutos o
buriatos”, se jactaron ante su brigada y el pueblo.



“Debemos olvidar. Dios nos apoyará. Aquí no estás en Kiev, en el
anonimato.Estás en un pueblo donde todo el mundo lo sabe todo. Si Iryna
presenta una denuncia, ¿quién querrá casarse con ella? Además, los bárbaros
le robaron la virginidad”, dice la anciana, con los puños cerrados, las
lágrimas cayendo sobre sus arrugas y un pañuelo blanco atado a la cabeza.
Algunos la llaman “colaboradora” porque cocinó para el enemigo, aunque se
vio obligada a hacer mientras la apuntaban con un fusil de asalto. También
dicen de su sobrina e hija que “se prostituyeron con los rusos”.



La primera vive recluida en su casa, sin hablar, traumatizada por los malos
tratos sufridos, pero también por la muerte de su hijo de 24 años, al que
creía prisionero, “disparado como un perro”. “Es como si estuviera muerta
pero aún respirara”, dice la tía. Iryna, por su parte, huyó a otro lugar. Su
pequeña aldea, en el camino de la marcha rusa hacia Kiev, está devastada por
la ocupación, los bombardeos, los saqueos, y marcada con la “V”, el signo de
la invasión de Putin. 73 casas han sido destruidas. Decenas de civiles están
muertos o desaparecidos.



Aquí, como en todas las regiones ocupadas y tomadas por el ejército
ucraniano, la gente se dedica a limpiar, retirar minas, desenterrar
cadáveres enterrados en los jardines, restablecer la electricidad y el agua,
construir puentes y refugios improvisados, sembrar patatas, distribuir ayuda
humanitaria... Las banderas ucranianas cuelgan por todas partes, en los
espejos retrovisores, en los árboles, en los incendios, en las ruinas. Hay
un enorme “Aquí está Ucrania”, Slava Ukraïna (“Gloria a Ucrania”).



Anna y su hijo salvan lo que aún se puede salvar: una lámpara, unas gafas
milagrosamente intactas, unos zapatos, una sábana. Viven en la carretera
principal, desolada y resiliente a la vez. Alfombras sustituyen a las
fachadas voladas mientras los cimientos siguen en pie. Tulipanes se alzan
majestuosos entre escombros y atrocidades, huesos de un discapacitado
pulverizado por un proyectil en su salón, frente a una casa destruida en la
que los propietarios habían escrito en la puerta con letras blancas: “Aquí
viven civiles”.



“¡Mira! Saquearon mi casa después de ocuparla, robaron todo lo que pudieron,
incluso mi ropa interior. Pasaron sus últimos días vaciando la munición para
hacer sitio en los depósitos y traer los objetos robados”. Anna relata “el
ruido” de los tanques, “el temblor de la tierra” y, sobre todo, “el miedo a
la violación” que aún la atenaza, cuando los sacaron del sótano, desnudos y
arrodillados, gritando: “¿Quién es nazi, quién es nacionalista, quién tiene
tatuajes, quién está en el ejército?”. “¿Dónde están los teléfonos, dónde
están las armas?”.



Natalia Sidorenko, alcaldesa de la localidad, experimentó ese “miedo que te
acompaña toda la vida”. “Nos organizamos para ocultar a nuestras jóvenes, el
objetivo número uno. Un padre encerró a sus hijas en una cabaña en el bosque
durante todo el mes de la ocupación”. Menciona una docena de violaciones
registradas en esta etapa. “Ninguna de las víctimas quiere presentar una
denuncia, varias han sido evacuadas del pueblo o del país”. Tres de ellas le
confiaron: “Fue muy doloroso. No entraron en detalles. Es una mancha
demasiado indecible. Me dijeron: “Es mejor no saber lo que nos hicieron”.



En Ivankiv, también en el óblast de Kiev, con una población de 10.000
habitantes, “las niñas y las madres estaban escondidas”, dice la alcaldesa
Tatyana Svyrydenko. “Algunas se cortaron el pelo, se afeitaron la cabeza con
la esperanza de no ser blanco de ataques”.



La alcaldesa describe “el shock absoluto”. “Sabíamos de la violencia
doméstica, de las mujeres maltratadas, pero nunca habíamos experimentado
esto: la ‘violación’. Es aún más difícil hablar de ello colectivamente
porque es algo nuevo y tabú”. Se han abierto varias investigaciones.
“Testigos han empezado a venir a hablar con nosotros, no las víctimas”, dice
Tatiana Svyrydenko bajo un mapa de la comunidad de municipios, “enorme pero
escasamente poblada a causa de Chernóbil”.



Acaba de regresar del entierro de un veterano del ejército ucraniano, un
padre que fue torturado hasta la muerte, encontrado arrodillado en una fosa,
con las manos atadas a la espalda, la nariz cortada y los ojos arrancados,
“para hacerle pagar por haber sido francotirador en el Dombás. Sus ojos eran
su trabajo”. Su madre está inconsolable: le queda un hijo y está en primera
línea.



“Como todo el mundo”, está obsesionada con “la violación de las dos
hermanas” que ocupan las conversaciones en voz baja, dos adolescentes de
Kiev que vinieron a refugiarse con su familia en su casa de campo, pensando,
como muchos, que estarían a salvo en medio de los pinos. Fueron capturadas y
violadas por un grupo de soldados rusos. Su madre acudió a la policía. Ahora
son tratados por especialistas, lejos de los rumores, alimentados por el
trauma colectivo, que tergiversan los hechos, describen pezones cortados,
cráneos afeitados.



La policía busca al “colaborador” local que elaboró las listas de chicas
jóvenes para los rusos. Había puesto a las dos hermanas a la cabeza... “Como
mujer y alcaldesa, es horrible tener que lidiar con esto”, dice Tatiana
Svyrydenko. Con discreción, porque “somos una sociedad muy tradicionalista y
patriarcal, en la que no se habla de la intimidad, del sexo”, hace campaña
para que las víctimas “hablen, denuncien”, pero sabe que algunas se
atrincherarán para siempre “con una bomba interior”: “En nuestros
pueblecitos, no puedes decir que te han violado. Supone una segunda muerte”.




Se quedó cuando otros cargos del ayuntamiento huyeron. 36 días de ocupación,
de terror, de infierno. 80 desaparecidos, 50 muertos, hombres, niños,
mujeres, un sacerdote, algunos fusilados, otros aplastados por cohetes,
proyectiles, misiles, algunos enterrados con apenas unos huesos en el ataúd.
Pueblos completamente arrasados, otros a medio arrasar, los 12 puentes de la
comuna destruidos. Sukachi, un pueblo del radio de Chernóbil que había sido
trasladado a la zona tras la catástrofe nuclear, fue demolido de nuevo, 30
casas borradas del mapa, unas 15 en Ivankiv. Y sus bragas robadas. Sus
bragas también.



“Los rusos bebieron mucho alcohol, luego se subieron a los tanques y
condujeron ametrallando a ciegas. Cuanto más pasaban los días, más
aumentaban su violencia y su salvajismo”. Tatiana Svyrydenko se pone a
llorar. Ha rezado mucho, pero “incluso Dios es impotente contra Putin”.



La morgue desborda cadáveres. Los habitantes de la zona, pero también de
Bucha, el rico suburbio martirizado con Irpín en el noroeste de Kiev. “No
tienen más espacio, así que los acogemos aquí”, explica la alcaldesa.
“Nuestros forenses son muy cuidadosos, examinan las partes sexuales
cuidadosamente. Han descubierto que la violación es el arma de guerra de
Rusia”.



Oleg y Bogdan van de un lado a otro. Su trabajo es “ingrato, atroz” pero
“alguien tiene que hacerlo”. Van de un lado a otro, recogen los cadáveres
torturados, a menudo atados, se aseguran de que no estén minados, los suben
a la furgoneta blanca, los llevan a los institutos forenses, los descargan
en las cámaras frigoríficas y luego fuman varios cigarrillos seguidos antes
de irse.



“Se necesita fuerza física y mental”, dice Oleg. Está acostumbrado a la
muerte, pero nunca había experimentado los asesinatos en masa, los cuerpos
mutilados, los ojos arrancados, los dedos quemados, las cabezas cortadas:
“No se puede permanecer insensible”.



La masacre de Bucha ha pasado a la historia. Por su magnitud: cientos de
muertos, por balas, proyectiles, torturas, hambre, frío y numerosas
violaciones. Lyudmyla Denisova, encargada de los derechos humanos en el
Parlamento ucraniano, documentó más de 20 en un solo sótano, mujeres de
entre 14 y 24 años. Algunas murieron en el momento, otras sobrevivieron y
quedaron embarazadas.



Volodymyr escuchó “gritos de mujeres durante días” desde donde se escondía.
Todavía los oye. Está dispuesto a hablar, pero no con cualquier periodista:
“Muchos son carroñeros”. Ha perdido amigos, primos, ha visto una columna de
civiles con un tiro en la nuca. Los rusos ocuparon su negocio de alquiler de
equipos de construcción y mataron a su perro en su perrera. Se quedó con un
trozo de piel. Las casas que tardaron meses en construirse se derrumbaron de
un plumazo. Deja de hablar, no puede hacerlo más.



Frente al depósito de cadáveres de Bucha, bajo una pequeña carpa, está
reunido el personal, los regulares y los numerosos voluntarios, algunos de
ellos del ejército. Hay que hacer autopsias, identificar nuevos cuerpos,
encontrar familiares... La misión de Anna Bilanenko, psicóloga, es acompañar
a las familias, “las que no quieren saber y las que quieren todos los
detalles”.



Asegura de que estas últimas están “realmente preparadas”: “Muchos tienen
miembros que fueron violados, algunos después de muertos. La mayoría son
mujeres, pero también he tenido el caso de un bebé de cinco meses que murió
de sus heridas, un niño y un anciano que se ahorcó por vergüenza”. Confiesa:
“Los médicos también lloran. Somos seres humanos y somos ucranianos”.



En Velyka Doroha, en el óblast de Chernihiv, cerca de la frontera con
Bielorrusia, el comandante de la defensa territorial local describe “un
sistema de torturas y violaciones” en varios pueblos, “los maridos se
vuelven locos tras presenciar la violación de sus esposas e hijas”. No pudo
decir más, ni pudo dar más detalles.



Antes de retirarse, los rusos esparcieron “todo tipo de minas antipersona”,
incluso en los cementerios: “Debemos limpiar antes de que nos vuelvan a
mutilar”. También destruyeron la escuela donde se habían instalado. En una
pizarra, colocada de forma que fuera visible desde el exterior, dejaron un
mensaje en tiza blanca: “Lección de hoy: ¿cómo sobrevivir?”.

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