Mujer árabe/ Primavera, invierno y miedos. Una mirada feminista sobre los estereotipos occidentales. [Sahar Khalifeh]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Mie Oct 12 15:01:08 UYT 2022


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Correspondencia de Prensa

12 de octubre 2022

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Mujer árabe



Una mirada feminista sobre los estereotipos occidentales



Primavera, invierno y miedos



Criaturas débiles y oprimidas que desaparecen bajo un chador o un burka: esa
es la eterna representación de las mujeres árabes en el imaginario
occidental. En esta conferencia, la escritora palestina Sahar Khalifeh
revisa los años del nacionalismo árabe, de liberación femenina, y cómo la
opresión hacia las mujeres por parte del fundamentalismo islámico estuvo
ligada al apoyo que esos regímenes recibieron de Occidente.



Sahar Khalifeh *

Le Monde Diplomatique, edición Uruguay, octubre 2022

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Traducción de Florencia Giménez Zapiola



Es bien sabido que, en la cultura árabe, como en muchas otras, la mujer
encarna el sexo débil, el otro sexo, el sexo desigual, el sexo que no hereda
nada, ni siquiera su apellido, el sexo que puede aportar descendencia o
deshonor. Mi nacimiento, para mi familia, significó una decepción que llegó
hasta las lágrimas, pues todo el mundo esperaba un varón. Para mayor
desgracia, yo era la quinta hija de la familia, o sea, el quinto desengaño
y, para mi madre, la quinta derrota. Al lado de la esposa de mi tío, que
había dado a luz a diez inestimables varones de modo triunfal, mi madre
pasaba por mujer maldita. En vano era más bonita, más inteligente y más
digna que mi tía (y que las otras mujeres de la familia); todos la
consideraban la menos fecunda, la que no podía dar buenos frutos.



Yo heredé sus prejuicios y sus teorías. Desde la infancia no dejo de
escuchar cómo se califica a las niñas –de la familia, del barrio y del mundo
entero– como seres impotentes, sin defensa, condenadas por la naturaleza a
seguir siendo irremediablemente débiles.



No obstante, hace algunos meses, mi hermana menor descubrió que yo era el
único miembro de la gran familia Khalifeh que figuraba en la Enciclopedia
Palestina. Con un suspiro de alivio subrayó: “La enciclopedia no menciona ni
a mi padre, ni a mi hermano, ni a mi tío y sus diez hijos milagrosos, ni a
ningún otro hombre de la familia¸ ¡sólo estás tú!”.



En mi condición de mujer árabe pasé por diferentes fases. Recibí algunas
influencias que me transformaron y contribuí en parte a la evolución de la
sociedad. Hasta las familias árabes más conservadoras envían ahora a sus
hijas a la escuela. Estas mujeres, ya formadas, se convierten en docentes,
médicas, ingenieras, farmacéuticas, escritoras, periodistas, músicas o
artistas. Muchas parecen ahora indispensables, más fuertes, más creativas y
más importantes que los hombres.



Los años de efervescencia



Sin embargo, los medios occidentales nos representan como horribles
criaturas envueltas en sus chadores, ataviadas con máscaras de cuero, como
las cautivas de un harén disimuladas detrás de sus velos. Yo me pregunto por
qué nos ven así, fijadas en una realidad unívoca e inmutable. ¿Creen
verdaderamente que nosotras hemos sido creadas de manera diferente al resto
del género femenino, incapaces de cambiar?



En la escuela yo tenía un maestro que hablaba siempre de “cambio”, alterando
el tono y el sentido de la palabra según los aspectos de la realidad árabe
que abordaba; la redistribución de las riquezas, el estatus de las mujeres o
los regímenes políticos obsoletos. Todo mi entorno lo respetaba y lo
admiraba; los más jóvenes querían parecerse a él y los menos jóvenes se
prestaron a esconderlo cuando fue perseguido por la policía.



Este maestro maravilloso no era el único en hablar de cambio y de justicia.
La mayoría de las personas instruidas creían en estas ideas y las defendían.
Al igual que él, miles de hombres inteligentes eran buscados por la policía
o se pudrían en las cárceles de regímenes sostenidos y subvencionados por
las potencias inglesa, francesa y, más tarde, estadounidense.



El nacionalismo árabe tuvo su época de oro durante los años 1950 y 1960. Las
calles en efervescencia desbordaban de esperanza de transformación. Nosotros
adoptamos una actitud rebelde y crítica hacia nuestros sistemas
sociopolíticos tradicionales. En nuestra literatura, nuestro teatro,
nuestros cantos, nuestra música, y hasta en las expresiones que empleábamos
en la vida corriente, se encontraban los ideales de liberación y de justicia
social. La literatura del mundo entero teñía nuestra cultura. Nuestras
librerías y nuestras calles explotaban de libros que llamaban a la
liberación, a la revolución y al cambio: literatura existencialista,
socialista, negra...



Este impulso conmovía a todos, incluidos los campesinos iletrados y las
mujeres, que comenzaron a salir sin velo. Decenas de miles entre ellas
hicieron estudios universitarios; algunas se comprometieron en partidos
políticos. No sólo ya no llevaban velo, sino que se vestían con remera o con
minifalda. Por más increíble que esto pueda parecer, hemos bailado rock y
twist, a pesar de nuestro odio por los occidentales. Queríamos vivir como
ellos, sin que nos dominaran.



La derrota



Esta atmósfera idílica se disipó cuando Israel, sostenido por Occidente,
logró vencer al dirigente egipcio Gamal Abdel Nasser en 1967. Esta derrota
significó también la de nuestro movimiento nacional y nuestras convicciones
socialistas; una ocasión que los estadounidenses y sus aliados regionales no
dejaron pasar. A fuerza de millones de dólares, aportaron un apoyo masivo a
los islámicos con el fin de sofocar el nacionalismo progresista. Los
Hermanos Musulmanes, que hasta entonces resultaban indiferentes al pueblo,
aumentaron su poder. La situación de nuestra región en los años 1970 y 1980
se parecía mucho a la de Afganistán cuando los estadounidenses ayudaron a
los islamistas y, en particular, a Osama Bin Laden, para enfrentar a los
comunistas.



Las instituciones y los medios occidentales, sea la prensa escrita o la
televisión, el cine o las universidades, presentan a la mujer árabe como una
criatura velada de la cabeza a los pies, en la que ni siquiera se distinguen
sus ojos. La suponen incapaz de respirar o de pensar bajo su chador negro,
sombra movediza que deambula en el vacío como una bruja o un fantasma
espantoso.



La vestimenta de la criatura que las mujeres como yo encarnan a sus ojos se
llama “atuendo islámico”. Sin embargo, estoy convencida de que no es ni
islámico ni árabe, y que es una creación de Occidente y una manifestación
perturbadora de su imperialismo.



Mi madre llevaba sobre su cabeza un retazo de gasa transparente de color
negro que cubría parcialmente su cara y sus cabellos, dejándola ver y
respirar al mismo tiempo. El resto de su atuendo consistía en una pollera o
un vestido simple que le llegaba a las rodillas, con un saco corto que
subrayaba su pecho y su talle. Nada que ver con eso que se considera como un
“atuendo islámico”, que transforma el cuerpo femenino en una bolsa informe,
en una masa oscura, en columna de humo.



A comienzos de los años 1950, mi madre se unió al movimiento sufur
(develamiento) junto a muchas otras mujeres de su generación. Algunas, como
ella, provenían de las clases medias de las grandes ciudades árabes. Otras
de medios menos privilegiados y de ciudades más pequeñas. Basta con mirar
los registros de los conciertos de la cantante egipcia Oum Kalthoum o de
otras artistas del mismo período para constatar que, en esa época, ninguna
mujer en el público lleva esa vestimenta.



La desastrosa ocupación de Palestina por Israel en 1948 provocó una
degradación de la situación económica, que tuvo un impacto directo sobre las
mujeres. Miles de familias que perdieron su tierra, su casa, y cuyos hombres
fueron muertos en combate, tuvieron que alejar a las mujeres de la esfera
doméstica para enviarlas a trabajar o a estudiar.



Se empezó a ver entonces a miles de jóvenes palestinas instruidas viajar sin
hijab (pañuelo que cubre la cabeza), vivir solas sin estar casadas y
conservar, a pesar de ello, la estima de sus parientes y de la sociedad:
ellas eran quienes sostenían a las familias con pocos recursos. Describí su
situación en mi novela L’Héritage (1997). Con el tiempo, fue admitido, y
hasta bien visto, que ellas financiaran los estudios de sus hermanas menores
en Egipto, en Siria o en Líbano, permitiéndoles así obtener títulos en
medicina, en farmacia, en ingeniería, en derecho o en otras disciplinas.
Jóvenes calificadas, valientes y abiertas al mundo lanzaron una ola de
emancipación femenina y social, aunque nuestro conocimiento del pensamiento
feminista se limitaba a los artículos publicados en diarios egipcios por un
puñado de pioneras como Amina Al-Said, Suhair Al-Qalamawi y Durriya Shafik;
escritos que no iban más allá de temas como la planificación familiar, el
casamiento precoz o la poligamia.



Pero, justo después de nuestra derrota frente a Israel en 1967, regímenes
árabes dictatoriales, hostiles al socialismo y sostenidos por Estados
Unidos, se aliaron con grupos islámicos fundamentalistas a los que
financiaron generosamente. Todos los que llevaban el famoso “atuendo
islámico”, por ejemplo, recibían una asignación mensual: 15 dinares jordanos
para un hombre y 10 para una mujer. Los hombres usaban una corta túnica
(dishdasha o jellabiya), sandalias de cuero y lucían una larga barba sin
recortar; las mujeres, un hijab grueso sobre la cabeza y una larga túnica
que descendía hasta los dedos de los pies. A los beneficiarios de esta
asignación se les ofrecía también un rosario, una soberbia edición del Corán
y una hermosa alfombra para la oración.



Las organizaciones islámicas comenzaron centrándose en los jóvenes que ya se
habían formado como conductores y que ejercían influencia sobre los otros.
Querían llegar también a las mujeres del hogar. Después, su atención se
focalizó en las mezquitas, las escuelas y las universidades. Todo esto no
habría podido funcionar sin la ayuda –en especial, financiera– de los
regímenes árabes que manifestaban su lealtad, incluso su sumisión, a Estados
Unidos, alineándose con su estrategia, en la esperanza de que el islamismo
pudiera acabar con los socialistas y los progresistas dentro de sus
sociedades.



Sin embargo, los fundamentalistas no se contentaron con imponer sus
vestimentas, sus asignaciones mensuales y sus lugares de encuentro. Con el
fin de conquistar las mentes desde la escuela primaria y secundaria, se
nombraron con prioridad en los puestos de docentes a islamistas, hombres y
mujeres, dándoles por misión imprimir su ideología en la psique y el
intelecto de los alumnos. Para completar su educación, a los adolescentes se
les hizo seguir un entrenamiento para inculcarles la disciplina militar y
las artes marciales en campos instalados en los desiertos árabes, en
Afganistán y en Pakistán.



Ironía del destino, cuando Estados Unidos y sus aliados comprendieron la
trampa que ellos mismos se habían tendido, el mal estaba hecho, y las
organizaciones fundamentalistas proyectaban establecer un régimen islamista
hostil en Occidente.



Doble amenaza



En la actualidad atravesamos una terrible crisis intelectual, social y
política. Estamos amenazados de todas partes, sin saber cuál de las dos
amenazas es más brutal. Por un lado, Occidente, del que ya hemos soportado
los manejos, la explotación y la colonización; del otro, el islamismo, cuyas
pretendidas innovaciones nos han llevado a la edad de la opresión y de los
harenes. En otras palabras, tenemos que elegir entre un Occidente sinónimo
de libertad, de laicismo y de ciencia –pero también de colonialismo–, y un
Islam despiadado que llama a resistir a Occidente, pero que se opone no sólo
a la ciencia y a la modernidad, sino a la emancipación femenina y social.



Y este caos general no se limita a nuestra región; alcanza también a
Occidente. Así, el velo y el chador se han vuelto objetos de miedo y de
aversión, a tal punto que algunos países han prohibido los atuendos
islámicos y el uso del velo en las escuelas y los lugares públicos. Se nos
achacan ahora prejuicios raciales que ponen arbitrariamente en la misma
bolsa a árabes, musulmanes y cristianos.



Por mi parte, aclaro a los que comparten esta visión estrecha y egoísta que
nosotros estamos más cerca de ellos de lo que imaginan. ¿No estamos cansados
de escuchar que el planeta se ha convertido en una aldea? Llegamos en
oleadas humanas a chocar en sus playas. Hagan lo que hagan para limitar la
inmigración e intensificar los controles, encontraremos siempre la manera de
llegar a ustedes, de superar los obstáculos que levantan contra nosotros y
de imponerles nuestra presencia. Por otra parte, ya estamos allí. No pueden
negarnos, pues estamos en todas partes a su alrededor. Ya formamos parte de
ese mundo.



No tengo ninguna intención de provocar su enojo. Quiero simplemente defender
mi causa de manera cruda y concreta. Deseo que un lector occidental pueda
sentir lo que yo siento, temer lo que yo temo; quiero que tome conciencia
del dolor que sus gobiernos colonialistas infligen a nuestros pueblos, del
que me infligen a mí. Sus medios hacen de mí un estereotipo; me condenan y
me falsifican. Cuando presentan a una mujer en burka como la encarnación de
la mujer árabe, suponen que la escritora feminista que soy, lo mismo que las
miles de otras mujeres instruidas y las miles de mujeres árabes modernas
–musulmanas y cristianas– que viven en los países árabes, somos una cara
oscura, una cabeza baja, un cuerpo informe, alguien incapaz de pensar y de
expresarse. Pero se equivocan, pues la vista de una mujer en burka me llena
de miedo y de horror. Temo que un día una mano salga de esta imagen y
disponga que mi hija, mis nietas o yo misma, enfrentadas a un régimen árabe
siniestro, seamos mantenidas en la ignorancia por las maniobras que apuntan
a que sigamos siendo lo que somos desde hace mucho tiempo: un yacimiento de
petróleo al servicio del mercado occidental.



* Sahar Khalifeh, escritora palestina. Autora, entre otros, de Un printemps
très chaud (Seuil, 2008). Este texto fue adaptado de una conferencia
pronunciada en el Centro de Estudios Palestinos en la Escuela de Estudios
Orientales y Africanos (SOAS) de la Universidad de Londres, el 5 de marzo de
2015.

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