Antiimperialismo/ Lo que la izquierda «decolonial» no quiere ver en la guerra de Ucrania. [Pierre Madelin]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Mie Abr 5 15:30:33 UYT 2023


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Correspondencia de Prensa

5 de abril 2023

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Antiiperialismo



Lo que la izquierda «decolonial» no quiere ver en la guerra de Ucrania



El «campismo» no se limita sectores de las izquierdas tradicionales, sino
que también se expresa en pensadores asociados a la llamada corriente
«decolonial».



Pierre Madelin *

Nueva Sociedad, marzo 2023

https://nuso.org/articulo/



El 24 de febrero de 2022, el ejército ruso invadió Ucrania en una operación
militar masiva destinada a decapitar rápidamente al poder ucraniano y
subyugar al país. Esta brutal invasión, rápidamente acompañada de crímenes
de guerra y contra la humanidad, ha dejado a la izquierda mundial en estado
de perplejidad. «Activistas habitualmente tan resueltos en su apoyo a todas
las víctimas de la guerra y del capitalismo se han vuelto de repente
extremadamente matizados y 'reflexivos'», comentaba con ironía en Lundimatin
el politólogo ucraniano Denys Gorbach. De hecho, parte importante de la
izquierda, tanto en América Latina como en la India o en Francia, adoptó
posiciones denominadas «campistas».



«¿Qué es el campismo?», se preguntan los filósofos Pierre Dardot y Christian
Laval. «Es la estupidez política con las consecuencias más siniestras que
consiste en pensar que solo hay un Enemigo. Lo definiremos como un
antiimperialismo unidireccional. De la unicidad del Enemigo deriva esta
irrefutable conclusión: quienes se oponen al Enemigo tienen derecho, si no a
las bendiciones, al menos a la justificación, basándose en el principio de
que los enemigos del Enemigo son, si no amigos, al menos 'aliados objetivos'
en una lucha justa».
(https://blogs.mediapart.fr/pierre-dardot-et-christian-laval/blog/280422/el-
fracaso-de-un-antimperialismo-unidireccional)



Un campismo decolonial



Sin embargo, hay un punto en el que quizá no se ha insistido lo suficiente:
la izquierda campista no se ha limitado a las corrientes políticas
soberanistas, o a las que proceden de un marxismo obsoleto centrado
únicamente en el poder del capitalismo anglosajón, sino que también se ha
expresado en los medios de comunicación y en pensadores asociados a la
llamada izquierda «decolonial».



En el mundo anglosajón, el historiador Sandew Hira, coordinador de la Red
Decolonial Internacional, presentó a Rusia como una víctima de Occidente el
26 de febrero, y llegó incluso a comparar la demonización de Vladímir Putin
en los medios de comunicación occidentales con la demonización de las
poblaciones indígenas de América por los teólogos en los primeros tiempos de
la colonización. En el ámbito académico, varias figuras destacadas de los
estudios decoloniales, algunos de los académicos más influyentes de América
Latina, como el portugués Boaventura de Sousa Santos y dos de los miembros
emblemáticos del grupo Modernidad/Colonialidad, el puertorriqueño Ramón
Grosfoguel y el argentino Walter Mignolo, también fueron activos difusores
de tópicos de la propaganda rusa. De Sousa Santos, en un artículo publicado
el 10 de marzo de 2022
(https://www.pagina12.com.ar/406933-el-lamentable-papel-de-europa-en-la-guer
ra-rusia-ucrania-y-l), se refiere a la estrategia de «provocar a Rusia y
neutralizar a Europa» implementada por Estados Unidos: «Rusia fue provocada
a expandirse para luego ser criticada por hacerlo». Esta tesis fue reiterada
el 23 de diciembre de 2022 en una entrevista en la que afirmó que en Ucrania
había «una guerra entre Estados Unidos y Rusia».



Grosfoguel, por su parte, en una entrevista del 8 de marzo de 2022
(https://observatoriodetrabajadores.wordpress.com/2022/03/18/ucrania-en-llam
as-golpe-de-estado-internacional-de-eeuu-contra-rusia-entrevista-a-ramon-gro
sfoguel-miguel-angel-pirela/), fue aún más radical, al hablar de una «guerra
fabricada por el imperialismo estadounidense» y al declarar que Estados
Unidos, con la ayuda de «milicias nazis», ha logrado un «golpe de Estado
internacional para recuperar el control político, económico y militar de
Europa». Un mes más tarde, cuando Ucrania era bombardeada y las primeras
imágenes de la masacre de Boutcha llegaban a los ojos del mundo, volvía a
evocar, pretendiendo luchar contra la censura del deep State y del los
medios mainstream, «una guerra fabricada en Estados Unidos, que ha
envalentonando a los neonazis de Ucrania que llevaban un genocidio contra la
población ruso-parlante de Ucrania (.), la marioneta Zelensky (.) y un golpe
de Estado internacional hecho por los EU [Estados Unidos] principalmente
contra China y los europeos, (.) que ahora se convierte en una neocolonia
gringa». Mignolo, por último, si bien no se ha pronunciado públicamente
(hasta donde sé) sobre la invasión de Ucrania de 2022, había celebrado la
anexión de Crimea en 2014 en su blog (la página ya no existe). Y en un
artículo publicado en 2017 celebraba, asimilándola a un proceso de
descolonización, «la aparición de varios proyectos de desoccidentalización,
entre ellos: el resurgimiento político de China; la recuperación de Rusia de
la humillación del fin de la Unión Soviética, que le ha permitido oponerse a
la occidentalización de Ucrania y Siria; y la cooperación de Irán con China
y Rusia».



Cabe decir que me sorprendió descubrir estas intervenciones, que reproducían
el discurso del Kremlin en sus aspectos más delirantes, ya que me parecía
evidente que la guerra de anexión dirigida por Rusia, antigua potencia
imperial y colonial, debería haber dirigido la solidaridad de estos autores
hacia Ucrania. La lógica del anticolonialismo o del antiimperialismo
determina que los países o pueblos que lo sufren deben solidarizarse con los
que lo sufren en otros lugares, aunque sea bajo el dominio de una potencia
rival.



Por supuesto, no se trata de sugerir que todos los autores asociados a los
estudios decoloniales hayan defendido posturas similares, ni de rechazar
todas las ideas asociadas a esta corriente. Llamar la atención, como lo
hacen los decoloniales, sobre los persistentes efectos asimétricos de las
diferentes oleadas de colonización europea y de la esclavitud tanto en las
sociedades como en los ecosistemas terrestres, y destacar la doble
«división» colonial y racial que se encuentra en el corazón de la modernidad
capitalista, más allá de la simple división de la sociedad en clases, no
solo es legítimo, sino necesario. En muchos aspectos, parece pertinente, en
diferentes contextos históricos y geográficos, establecer una equivalencia
entre los pares «dominante/dominado» y «centro/periferia», por un lado, y
los pares «Norte global/Sur global», «Occidente/resto del mundo» o
«blanco/no blanco (racializado)», por otro.



¿Cómo explicar entonces la reacción de los pensadores decoloniales que he
mencionado ante la guerra de Ucrania? En cierto sentido, las posiciones
antiestadounidenses de estos pensadores, dos de los cuales son
latinoamericanos, se explica por la responsabilidad de Estados Unidos en la
violencia a la que fue sometido su continente en el siglo XX, lo que los
lleva espontáneamente a ver por todas partes la «mano» de la potencia que ha
apoyado tantas dictaduras, a veces mediante la intervención militar, en sus
propios países.



Pero creo que esta reacción también se explica por el esencialismo de sus
propias elaboraciones del pensamiento decolonial: la tendencia a presentar
el Occidente moderno tal como se ha afirmado desde 1492 y la conquista de
las Américas hasta nuestros días, lo que Grosfoguel llama «el sistema-mundo
euro/norteamericano moderno/colonial capitalista/patriarcal», como un bloque
inalterado y casi inmutable. Así, bajo la bandera de la «episteme»
moderna-colonial se agrupan «el capitalismo y el comunismo, la teoría
política ilustrada (del liberalismo y del republicanismo: Locke,
Montesquieu) y de la economía política (Smith), así como de su opositor, el
socialismo-comunismo» (tal como teoriza Mignolo). En cuanto a las tensiones
y contradicciones internas a la historia de Europa y de sus ideas, son
simplemente borradas, como señala acertadamente Daniel Inclan. Inclan
subraya que no hay lugar en estas reflexiones para una «dialéctica de Europa
en los procesos colonizadores, ya que es presentada como unidad, como una
sustancia maligna que se expande por el mundo».



Occidentocentrismo invertido



En este marco, el análisis de situaciones concretas parece dar paso a una
metafísica de la Historia en la que un hipersujeto todopoderoso detenta el
cuasimonopolio del mal en el mundo, pero esta visión es obviamente
inoperante para captar la especificidad de la guerra en Ucrania. Por
supuesto, ciertos elementos de esta guerra y de sus efectos les han dado
algo de razón a estos autores. Por ejemplo, está claro que el trato
privilegiado que recibieron los refugiados ucranianos, no solo en
comparación con los refugiados sirios, afganos y sudaneses que los
precedieron, sino también en comparación con los estudiantes de África y de
Sri Lanka que vivían en Ucrania y fueron rechazados cuando llegaron a la
frontera polaca, surge en parte de una cuestión de privilegio racial. Lo
mismo puede decirse de algunos de los comentarios sobre los ucranianos que
huían de su país y que fueron descritos como «inmigrantes culturalmente
europeos» y de «alta calidad», o del hecho de que la causa ucraniana se
benefició de una visibilidad mediática y de un importante apoyo diplomático,
económico y militar por parte de las potencias occidentales, sintomático de
una indignación jerarquizada en términos de respeto del derecho
internacional.



Pero la crítica legítima de este doble rasero no puede explicar por sí sola,
y mucho menos justificar, la falta de apoyo a la movilización masiva de la
sociedad ucraniana frente a la agresión de Rusia. Esta falta de solidaridad
debe entenderse también a la luz de las limitaciones inherentes al
pensamiento de estos mismos autores. Al oponer «la piel y a las ubicaciones
geo-históricas de los migrantes del Tercer Mundo a la piel de los 'nativos
europeos' en el Primer Mundo» (Mignolo), al afirmar que «la epistemología
tiene color» (Grosfoguel) y que «el sistema-mundo remite a una articulación
espacial del poder» (Mignolo) en la que el fundamentalismo eurocéntrico y su
extensión norteamericana ocupan un lugar central que nada parece poder
cuestionar, dan la impresión de postular una equivalencia casi ontológica
entre los pares «dominante/dominado» y «centro/periferia» y los pares
«Occidente/Sur global» y «blanco/no blanco». Aunque esta tesis es en muchos
aspectos históricamente relevante (y sigue siendo válida hoy en día en
muchos contextos sociopolíticos), se vuelve extremadamente problemática
cuando adopta la forma de una tesis esencializadora y totalizadora. En ese
caso, se vuelve incapaz de captar la historicidad específica de muchos de
los principales acontecimientos de nuestro tiempo, que no forman parte
necesariamente de la continuidad de la historia colonial e imperial europea.




Simplismo historiográfico, maniqueísmo permanente, esencialismo de una
visión culturalista y provincianismo latinoamericanista figuran pues entre
las razones que explican sus reacciones, a las que hay que añadir «una
aparente crítica al eurocentrismo, que, en realidad, esconde un férreo
occidentalismo», como lo han demostrado claramente Pierre Gaussens y Gaya
Makaran. Lo paradójico es que el pensamiento de estos autores, una de cuyas
primeras vocaciones, perfectamente legítima, era criticar el
«eurocentrismo», es a menudo profundamente eurocéntrico y
occidentalocéntrico cuando se propone comprender el presente. La antigua
celebración de Occidente y de su «misión civilizadora» se ha retirado para
dejar lugar a la interminable denuncia de sus fechorías, sin que su
centralidad, incluso cuando ya no corresponde enteramente a las evoluciones
del mundo contemporáneo, sea nunca verdaderamente refutada.



Este occidentocentrismo invertido puede encontrarse incluso en la cultura
histórica de Grosfoguel y Mignolo. Mientras que la larga historia de las
intervenciones estadounidenses en el mundo es bien conocida por ellos y
constantemente recordada, una extraña amnesia parece rodear la igualmente
larga historia de las intervenciones soviéticas en muchas de sus periferias,
por no mencionar los crímenes masivos perpetrados en Ucrania, como el
Holodomor o la deportación de los tártaros de Crimea. Esta falta de
conocimiento no les permite dar cabida a la diversidad de las historias
coloniales y de sus legados. En este sentido, un decolonialismo policéntrico
podría ser una perspectiva fructífera.



Por supuesto, a diferencia de los imperios coloniales español, británico o
francés, que se desarrollaron esencialmente en territorios «lejanos», el
colonialismo ruso fue un colonialismo de «cercanía». Esto explica
probablemente por qué resulta menos discernible a primera vista, ya que los
territorios integrados al imperio desde el siglo XVII hasta el final de la
Segunda Guerra Mundial fueron conquistados en capas sucesivas, en la
periferia inmediata del núcleo territorial inicial. Y aunque algunos de
estos territorios se emanciparon del control soviético tras la caída de la
Unión, las secuelas de esta larga historia colonial siguen vivas,
especialmente en el Cáucaso y Asia central. A lo que hay que añadir que, en
los primeros meses de la guerra, fueron las minorías étnicas de la
Federación Rusa, en particular los buriatos y los yakutos, las que pagaron
el precio más alto en el campo de batalla ucraniano, mientras que las clases
medias blancas de Moscú y San Petersburgo salieron relativamente indemnes.



Una peligrosa convergencia



Pero si solo se tratara de una cuestión de falta de complejidad en el
análisis las cosas no serían tan graves. El problema es que este
reduccionismo conduce a una preocupante ceguera ante la naturaleza y la
diversidad de las amenazas que enfrentamos hoy en día, cuando no conduce a
la complacencia o a la complicidad activa con los regímenes autoritarios. En
este sentido, parece llegado el momento de admitir que ya no vivimos en un
sistema-mundo monocéntrico, si es que tal sistema existió alguna vez, en el
que el «Occidente blanco» por sí solo, atravesado simplemente por
rivalidades internas a su supuesta dinámica y esencia, ocuparía la posición
hegemónica, sino en un sistema-mundo policéntrico, en el que la violencia
autoritaria, nacionalista y racista puede surgir en todas partes, sin haber
sido en última instancia provocada por «Occidente».



Por supuesto, las potencias occidentales siguen disfrutando de muchos
privilegios y beneficiándose de intercambios económicos y ecológicos
imperialistas y desiguales. Por supuesto, el etnonacionalismo y el
supremacismo blanco ganaron nuevamente terreno en Estados Unidos o en
Francia, donde proliferan las ansiedades por el «Gran Reemplazo». Pero
también está la amenaza del nacionalismo ruso, cuya violencia sin límites
puede medirse hoy en Ucrania (y ayer en Chechenia y Siria), el
etnonacionalismo y supremacismo hindú en la India de Narendra Modi, que ya
resulta mortal para las víctimas musulmanas de los pogromos o para las
poblaciones indígenas, y el etnonacionalismo y supremacismo de la etnia han
en China, que oprime a poblaciones como los uigures.



Sin embargo, el pensamiento de autores decoloniales que denuncian un fetiche
llamado «Occidente», acusado de ser la fuente de todos los males del mundo,
al asimilar sin matices el compromiso con «los derechos humanos(...), con
las concepciones imperiales globales y la jerarquía etno-racial global entre
europeos y no europeos» (Grosfoguel), resuena desgraciadamente con la
ideología y la propaganda de estos regímenes políticos que tienden a
presentar su cruzada contra un Occidente «decadente» como un proceso de
descolonización del orden mundial.



Así, Putin, en su discurso del 27 de octubre de 2022, enumeró la larga lista
de fechorías cometidas por «Occidente» a lo largo de su historia: la trata
de esclavos, el exterminio de los indígenas americanos, la explotación de
los recursos en África y la India, las guerras coloniales, los bombardeos
aliados de ciudades alemanas, la destrucción de Hiroshima y Nagasaki, las
guerras de Corea y Vietnam, etc. A continuación declaró que «Rusia nunca
aceptará el diktat del Occidente agresivo y neocolonial» ni los planes de
los europeos, la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), los
países anglosajones y Estados Unidos para imponer «el totalitarismo, el
despotismo y el apartheid», «el nacionalismo y el racismo» en el mundo.
Finalmente, concluyó: «No quieren que seamos libres; quieren que seamos una
colonia».



Sergéi Lavrov, su ministro de Asuntos Exteriores, añadió durante una gira
diplomática por África: «nuestro país no ha manchado su reputación con los
sangrientos crímenes del colonialismo y siempre ha apoyado sinceramente a
los africanos en su lucha por liberarse del yugo colonial». Recep Tayyip
Erdoğan, el autoritario presidente turco, es autor de un libro «en el que
brilla en cada página la visión de un mundo injusto y binario: por un lado,
Occidente, los países colonizadores e imperialistas, cegados por sus
privilegios; por otro, los musulmanes oprimidos». En la India, los filósofos
Shaj Mohan y Divya Dwivedi han demostrado que existe una convergencia entre
ciertas teorías poscoloniales y el ultranacionalismo hindú, unidos en la
misma denuncia del carácter «eurocéntrico» de las reivindicaciones de los
derechos humanos o feministas. Y, por supuesto, en China, lo mismo sucede
con Xi Jinping y el Partido Comunista (PCCh), para quienes Occidente y sus
«valores» son ahora el blanco elegido.



Para volver más precisamente a la propaganda del Kremlin, hay que ver que en
efecto juega en dos niveles. Para complacer a la derecha y la extrema
derecha, que comparten con Putin un mismo deseo de liquidar la herencia de
la modernidad política en sus aspectos emancipadores y democráticos, para
dejar paso a un mundo en el que todas las formas de dominación serán libres
de expresarse sin contrapeso alguno y en el que toda oposición será
aplastada por un régimen de terror, defiende la tradición y la autoridad, al
tiempo que subraya la decadencia moral de Occidente bajo el efecto combinado
de los «invasores» inmigrantes del Sur y de la perdida de virilidad inducida
por el feminismo y los movimientos LGBTI+. Pero para seducir a muchos países
del Sur y a ciertas franjas de la izquierda, se presenta como una potencia
antiimperialista y anticolonialista, capaz de ofrecer un contrapeso a la
hegemonía estadounidense. Esto es obviamente burdo cuando se conoce la larga
y aún inacabada historia del colonialismo ruso antes mencionada, pero
funciona hasta cierto punto. Acusando a la OTAN de cargar con la
responsabilidad de la guerra y oponiéndose al suministro de armas en nombre
de un pacifismo falsamente virtuoso, ciertos sectores de la izquierda
parecen convencidos de que un poco de «equilibrio de poder» y de
«multipolaridad» no vendrían mal.



Así, ya sea por ingenuidad o por estar atrapadas en burbujas ideológicas,
estas izquierdas contribuyen sin darse cuenta a la brutalización actual del
capitalismo y al advenimiento del mundo soñado por la extrema derecha y por
todas las fuerzas antiliberales. Obviamente, el ideal de un mundo multipolar
puede ser algo sin duda deseable pero, en el contexto actual, está claro que
no conduciría -desgraciadamente- a una mayor autonomía, libertad y justicia
para los pueblos del mundo, y mucho menos a una baja de la presión
extractiva y productiva cada vez más infernal que se ejerce sobre la Tierra.
Más bien sería un mundo en el que los bloques geopolíticos más poderosos se
reconocerían el derecho a preservar o restablecer internamente los órdenes
sociales más brutales y desiguales, si fuera necesario perpetrando todo tipo
de crímenes atroces sin que nadie les reprochara nada, mientras disfrutan de
una esfera de influencia sumisa en su periferia que no es cuestionada por
los demás bloques. En resumen, un mundo en el que cada potencia podría
dedicarse a sus «pequeñas masacres» como le viniera en gana, y en el que
toda la frágil arquitectura normativa de las relaciones internacionales que
se ha ido construyendo a lo largo de las décadas, fundada a pesar de sus
inmensas imperfecciones e hipocresías en una referencia de principio en
torno al respeto a los derechos humanos y las libertades fundamentales,
sería liquidada.



En un texto notable, «Multipolaridad, ese mantra del autoritarismo», la
feminista india Kavita Krishnan ha puesto claramente de relieve la
convergencia objetiva entre ciertas críticas a «Occidente» que se hacen
desde la izquierda y la ideología de los regímenes nacionalistas y
autoritarios que pretenden desacreditar cualquier referencia al
universalismo, a la democracia y a los derechos humanos en virtud de su
supuesta «esencia» occidental y, por tanto, colonial, encubriendo de esta
forma su deseo de destruir la democracia con el pretexto de luchar contra el
imperialismo.



Decolonialismo policéntrico



¿Qué podemos concluir de esta convergencia entre las posiciones de ciertos
representantes de una de las corrientes más destacadas de la izquierda
radical contemporánea, espontáneamente asociada al campo de la emancipación,
y la retórica de algunos de los peores regímenes políticos de nuestro
tiempo? En primer lugar, digamos que suena como una advertencia: mejor no
ceder a ninguna teoría esencialista de las relaciones de dominación política
y adoptar enfoques circunscritos e historizados; una historización que a su
vez podría llevarnos al decolonialismo policéntrico.



Este último nos ayudaría a entender, más allá de la relación entre Europa
occidental y sus antiguas colonias, la situación específica de los espacios
postsoviéticos, tal como lo han hecho los investigadores ucranianos Adrian
Ivakhiv y Hanna Perekhoda. Es interesante destacar que, comprometidos desde
hace mucho tiempo en una lucha contra el capitalismo y el Estado mexicano,
los zapatistas no han cedido al campismo, y el 13 de marzo de 2022 marcharon
por miles por las ciudades de Chiapas en apoyo a la resistencia ucraniana y
al grito de «¡Fuera Putin!». Renunciando a los enfoques culturalistas de la
dominación, también sería posible centrarse en el análisis de las
diferencias políticas entre los Estados que se enfrentan hoy en la escena
internacional, y escapar así al relativismo de todos aquellos que parecen
convencidos de que «en la noche del capitalismo tardío, todos los regímenes
son grises».



Por supuesto, no debemos ceder a la retórica del «mundo libre» esgrimida por
elites neoliberales que se presentan, no sin una gran dosis de hipocresía,
como defensoras de «valores» que no dejan de violar, abandonando a los
migrantes en el Mediterráneo y a veces incluso a pueblos enteros, como en
Siria, a su aniquilación programada. Sin embargo, es importante reconocer
que la guerra de liberación nacional ucraniana es también un enfrentamiento
entre una dictadura criminal, cuyo único futuro es la multiplicación de
ruinas y fosas comunes, y un régimen en el que la arbitrariedad del
capitalismo y del Estado se ve contrarrestada por instituciones y
contrapoderes (sociales, mediáticos, intelectuales) que garantizan un mínimo
de vida democrática y de Estado de derecho, de modo que los avances
emancipadores son posibles y el futuro está abierto a la contestación. 



El historiador Taras Bilous, nacido en Lugansk, a quien dejaré la última
palabra
(https://courrierdeuropecentrale.fr/taras-bilous-une-grande-partie-de-la-gau
che-prefere-une-approche-plus-imperialiste-exigeant-que-loccident-decide-pou
r-nous/), señala en este sentido que si él hubiera sido iraquí en 2003,
habría condenado la agresión estadounidense, pero no se habría arriesgado a
defender el régimen de Sadam Husein. Sin embargo, como ucraniano, en 2023 se
alistó sin dudarlo en las fuerzas de defensa territorial para defender «la
frágil democracia ucraniana que, lejos de ser perfecta, merece sin embargo
ser protegida del régimen para-fascista de Putin».



* Pierre Madelin, ensayista y traductor. Creció en Cuba y en París y vivió
en San Cristóbal de Las Casas (México). Estudió Filosofía en la Universidad
de París (Sorbona) antes de convertirse en traductor especializado en
«humanidades ambientales».

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