Argentina/ Un día de furia. La hora del liberalismo plebeyo. [Dossier]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Vie Ago 18 14:13:22 UYT 2023


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Correspondencia de Prensa

18 de agosto 2023

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Argentina



Un día de furia



Milei dio la sorpresa y sus rivales intentan reaccionar a dos meses de las
presidenciales. Con el peso en caída libre y bajo la mirada constante del
FMI, Sergio Massa intentará una misión casi imposible, mientras Mauricio
Macri se encarga de tender puentes. El campo parece conforme, pero la
industria y la banca aún tienen sus pruritos.



Fabián Kovacic, desde Buenos Aires

Brecha,18-8-2023

https://brecha.com.uy/



Javier Milei fue el ganador indiscutido de las primarias. Se quedó con más
de 7 millones de votos en todo el país y puso en crisis a las dos
coaliciones que gobernaron durante los últimos ocho años. Festejó en la
noche del domingo con sus seguidores una cosecha de votos mayor a la
esperada y el lunes ya se calzó el imaginario traje de presidente para
anunciar en los medios su programa de gobierno.



Milei es su propio vocero, entrega con cuentagotas algunos nombres de
posibles integrantes de su hipotético gabinete, a quienes ya indicó qué
directivas deben ejecutar. Las reformas del Estado suenan, en su boca, como
frases lapidarias y desmesuradas que no tienen en cuenta a los tres poderes
marcados por la Constitución, entre los que se incluye el Parlamento,
responsable de sancionar las leyes para esas reformas. Carlos Menem debió
acudir a ese recinto para lograr, por ejemplo, las privatizaciones liberales
y los cambios en la administración pública.



Eufórico, el candidato de La Libertad Avanza avisa que su ajuste sobre el
gasto público no sería de 1,9 puntos del PBI, como reclama el Fondo
Monetario Internacional (FMI), sino de 15 puntos. «No debiéramos tener
problemas con el FMI porque nuestra propuesta de ajuste es más agresiva que
la que ellos proponen», aseguró en una frenética recorrida por los medios
que, entre el lunes por la mañana y la tarde del miércoles, incluyó canales
de televisión y radios. «Si pegamos primero, pegamos dos veces», asegura un
referente de su equipo de campaña electoral. Los anuncios impactan por lo
radical de cada medida.



Los 15 puntos de recorte del gasto saldrían, según Milei, de la eliminación
de 11 ministerios (Salud, Educación, Vivienda, Trabajo, Desarrollo Social,
Transporte, Medio Ambiente, Mujeres, Diversidad y Géneros, Turismo, Obras
Públicas y Ciencia y Tecnología), la venta de todas las empresas públicas en
el mediano plazo, el cierre de los medios de comunicación públicos y la
eliminación del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
(Conicet).



Victoria Villarruel, su compañera de fórmula, ligada a la defensa de los
militares condenados por delitos de lesa humanidad, será la responsable de
las áreas de seguridad interior y defensa nacional, y la economista del
Conicet Diana Mondino se haría cargo de la cancillería y las relaciones
exteriores, tanto diplomáticas como comerciales.



Milei insiste en su proyecto de dolarizar la economía y sostiene que ya
cuenta con los recursos «apalabrados» para hacerlo. Semejante afirmación
tiene como frutilla del postre la invitación de la plana mayor del FMI para
reunirse en breve con el candidato. Toda la batería de anuncios,
pronunciados con desparpajo, provoca la sensación de fin de ciclo para los
restos del Estado benefactor argentino y una generosa dosis de euforia para
los ultraliberales.



Su propuesta de eliminar el Banco Central tiene un doble mensaje. Por un
lado, el simple y directo de eliminar a la institución responsable de la
emisión monetaria. Sin embargo, una segunda lectura incluye el desembarco de
las criptomonedas, criticadas por los bancos centrales de casi todo el mundo
y alabadas por el propio Milei, quien en Argentina es uno de sus más
fervientes defensores. Si el neoliberalismo de Mauricio Macri sonaba duro,
el de Milei parece tomado directamente de los manuales de padres fundadores
como Ludwig von Mises o Friedrich Hayek.



A su equipo se incorporaron los economistas del Centro de Estudios
Macroeconómicos (CEMA), una usina de la famosa escuela de Chicago de la que
salieron colaboradores liberales de Carlos Menem en su última etapa de
gobierno. Entre ellos, Carlos Rodríguez, que hoy conduce el CEMA y fue
asesor financiero en el Ministerio de Economía entre 1993 y 1998, y Roque
Fernández, ministro de Economía sobre el final del gobierno menemista.



Reacciones empresariales



Los actores tradicionales de la economía productiva argentina, como la
Sociedad Rural, la Unión Industrial, la Asociación de Bancos de la Argentina
y la Bolsa de Comercio, siguen con curiosidad y expectativa el derrotero
electoral del consultor y candidato. Por lo pronto, a fines de julio,
durante la ronda de presidenciables que desfilaron ante los dueños de la
tierra, en la Sociedad Rural, Milei cayó simpático porque abogó por la
eliminación de las retenciones a las exportaciones de todos los granos y la
eliminación de impuestos internos a la producción agrícola ganadera «para
potenciar a un sector imprescindible de la actividad económica nacional»,
según dijo ante los aplausos de los empresarios.



En la Unión Industrial Argentina (UIA) lo ven con más cautela y escrutan
cada una de sus palabras. Milei avisó que su política comercial exterior no
tendrá en cuenta a ningún «país socialista», pero evita explayarse con
respecto al Mercosur y el resto de bloques con los que Argentina tiene
acuerdos y acercamientos. En una reunión de los directivos de la central
empresarial con el embajador estadounidense Marc Stanley, todos los temores
fueron ventilados. Para Daniel Funes de Rioja, titular de la UIA, el
candidato a presidente debía ser Horacio Rodríguez Larreta. El nuevo
escenario, protagonizado por «un tipo inestable como Milei, con propuestas
irrealizables», es, según deslizó a Brecha uno de los secretarios de la
central empresaria, «preocupante».



Lo mismo ocurre con la Bolsa de Comercio y la Asociación de Bancos de la
Argentina (ADEBA). Javier Bolzico, titular de la ADEBA, considera inviable
la dolarización prometida, pero el triunfo de Milei en las primarias no
complica a la institución. «Los bancos tienen liquidez para enfrentar una
corrida con retiro de capitales», aseguró Bolzico en una reciente reunión
con la prensa. «No imaginamos una Argentina dolarizada ni una Argentina que
prescinda del Banco Central», sentenció.



El reparto de votos



La jornada del domingo tuvo, además, a Patricia Bullrich como la ganadora
por derecha de la interna de Juntos por el Cambio, al vencer al alcalde
porteño Horacio Rodríguez Larreta, sumando entre ambos el 28,3 por ciento de
sufragios. En el oficialismo, el triunfo de Sergio Massa sobre el
testimonial Juan Grabois era más previsible que el tercer lugar que ocupó
Unión por la Patria, con el 27,3 por ciento de los votos. Con resultados
mucho más modestos accedieron a la presidencial del 22 de octubre la fórmula
disidente peronista integrada por Juan Schiaretti y Florencio Randazzo, con
3,8 por ciento, y el Frente de Izquierda y los Trabajadores Unidad con la
dupla Myriam Bregman y Nicolás del Caño, con el 2,45 por ciento. La ley
indica que alcanzan la puja presidencial aquellas formaciones políticas que
superen el piso del 1,5 por ciento de votos. De esta manera, serán cinco las
fórmulas que debatirán sus programas de gobierno el 1 y el 8 de octubre
antes de llegar a las urnas el domingo 22 de ese mes.



Pero si Milei fue el más votado como candidato individual, Massa resultó
segundo en ese ranking, con poco más de 5 millones de votos y Bullrich
tercera, con algo más de 4 millones. El dato no es menor en un país donde
los nombres suelen pesar más que los partidos. Los próximos 60 días hasta la
elección serán definitorios para saber cómo se comporta el millón de
personas que votó a los partidos que finalmente no llegaron al 1,5 por
ciento, los 10 millones que no fueron a votar y los casi 2 millones que lo
hicieron en blanco o anulado.



La economía en llamas



Massa cargó con la pesada mochila de ser el candidato oficialista,
responsable de causar entusiasmo en un electorado al que día a día enfrenta
con medidas de gobierno. Sin Cristina, autoexcluida por la sentencia
judicial en su contra por corrupción, Massa asumió la responsabilidad de ser
el heredero de un gobierno que él mismo integra. El lunes se despertó
tratando de tomar la iniciativa ante los mercados, en los que se disparó el
valor del dólar ilegal mientras se desplomaban las acciones argentinas en
Wall Street y la inflación volvía a crecer casi medio punto respecto de
julio.



Antes de la apertura de los mercados, Massa devaluó el peso un 22 por
ciento, subió la tasa de interés del 97 al 118 por ciento anual y fijó un
dólar oficial en 350 pesos, por lo menos hasta las elecciones de octubre. No
pudo evitar que la cotización ilegal de la moneda estadounidense trepara a
690 pesos el mismo lunes y cerrara en 740 en la tarde del miércoles, lo que
ocasionó serios inconvenientes al ciudadano de a pie. Los comercios
minoristas de productos no alimenticios se negaron a vender por falta de
precios actualizados, en un revival de la peor época hiperinflacionaria bajo
el gobierno de Raúl Alfonsín. «Los comercios no venden porque consideran que
las medidas tomadas el lunes por Massa apuntan a recalcular algunas
variables inestables de la economía. El comercio minorista no vende porque
sabe que cuando lo haga va a tener que hacerlo con precios un 25 por ciento
más altos», señaló el consultor Fernando Camusso, especialista en pequeñas
empresas y comercio minorista. Si algo le faltaba a Massa era recibir los
datos de inflación de julio: un 6,3 por ciento mensual, con una proyección
para fines de agosto ubicada entre el 10 y el 13 por ciento. La interanual
llega al 113 por ciento.



Apenas se conocieron las medidas oficiales, el FMI mostró su beneplácito por
la decisión y anunció que el 23 de agosto liberará fondos prometidos a
Argentina por 10.500 millones de dólares para saldar deuda con la
Corporación Andina de Fomento, el Emirato de Qatar y cubrir una parte del
intercambio de yuanes con China al que Massa viene recurriendo para
fortalecer las reservas de divisas. Para noviembre, el FMI espera remitir
3.250 millones de dólares.



Intersecciones



La política argentina sigue pivotando sobre una rémora del pasado: destruir
al adversario aun sin propuestas superadoras. La dictadura que derrocó a
Juan Perón en 1955 prohibió su nombre y su simbología en busca de erradicar
todo vestigio peronista. Las huestes de Milei y de Juntos por el Cambio
mantienen el foco. «Voy a terminar con el kirchnerismo», gritaba Milei en el
cierre de su campaña electoral.



En plena campaña, Horacio Rodríguez Larreta, el derrotado precandidato
opositor, se presentaba como la garantía de liquidar al kirchnerismo «para
siempre» y había grabado su spot de campaña en la provincia de Santa Cruz,
cuna de Néstor Kirchner. «Dos mil veintitrés será el año en que terminaremos
con el kirchnerismo», vaticinó también Mauricio Macri en ocasión de los 20
años de la llegada al gobierno de Néstor Kirchner. La idea de erradicar al
rival de la arena política como si se tratara de un mal en sí mismo y no de
una forma distinta de organizar y conducir los destinos de un país parece
haber llegado hace rato para quedarse.



Sumadas, las dos grandes opciones de derecha alcanzaron casi el 59 por
ciento del electorado de estas PASO (primarias, abiertas, simultáneas y
obligatorias). Cómo se comportarán entre sí de cara a octubre es una de las
grandes incógnitas. «Ahora el objetivo prioritario es ganarle a [el
gobernador de Buenos Aires, Axel] Kicillof », anunció Carolina Píparo,
candidata de Milei a la gobernación provincial, en un mensaje a los votantes
de Juntos por el Cambio a secundarla.



Patricia Bullrich alcanzó la candidatura presidencial bendecida por Macri y
enfrentada con Horacio Rodríguez Larreta, a quien superó por un millón y
medio de votos y un permanente ataque a la campaña de búsqueda de consensos
impulsada por el jefe de gobierno porteño. En ese sentido, la agresiva
campaña de Bullrich llegó a competir con la de Milei, a quien ella considera
un aliado en última instancia, pese a que, tras la elección, Milei cargó
duramente contra ella y en general contra todo el bloque de Juntos por el
Cambio. No obstante, el economista confiesa que mantiene línea directa con
Mauricio Macri, con quien tiene «un excelente vínculo», según admitió esta
semana a Radio la Red, en la que confesó que Macri fue el único dirigente de
peso que le escribió para felicitarlo por su «excelente votación» el
domingo. Días antes, Milei había comentado que Macri lo había llamado para
felicitarlo por su acto de campaña en el Movistar Arena.



«Hay una intersección entre las cosas que él predica y las cosas que yo he
predicado siempre, y lo que varios dirigentes de Juntos por el Cambio
también predican», señaló el propio Macri poco antes de la elección. Tras
saberse el resultado, el expresidente declaró a la prensa que «los
libertarios, Milei, son parte del cambio que se viene». Al mismo tiempo,
agregó: «Pero hace falta experiencia».



Los resultados de las últimas tres elecciones primarias no se repitieron
automáticamente en las presidenciales ni parlamentarias posteriores. Sin
embargo, de repetirse estos guarismos y aunque Milei no llegara a la Casa
Rosada, tendría un bloque de una docena de diputados nacionales y de al
menos tres senadores. Implicaría un poder de negociación muy considerable
frente al peronismo y al macrismo que se vería reflejado en el trámite de
cada proyecto de ley.



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La ideología de Milei



La hora del liberalismo plebeyo



Nunca, en ninguna parte del mundo, un candidato «filosóficamente
anarcocapitalista» había conseguido un triunfo como el alcanzado por Javier
Milei en las PASO. Pero ¿de dónde vienen esas ideas? ¿Cómo lograron encarnar
en Argentina, tan lejos de su lugar de origen?



Aníbal Corti

Brecha, 18-8-2023



La corriente a la que se adscribe Javier Milei, que admite variadas
denominaciones, una de las cuales es paleolibertarianismo, surgió en Estados
Unidos en la última década del siglo XX, y uno de los indiscutibles méritos
del candidato es el de haberla adaptado a las particulares condiciones de la
realidad argentina, tan diferentes de las circunstancias originales que
enmarcaron su nacimiento.



Ha podido sostenerse que el voto hacia Milei no fue ideológico. Ello puede
ser verdad, o puede que no. Es indudable, en cualquier caso, lo siguiente:
que el discurso de Milei lo es. El domingo de noche, en su alocución
triunfal desde su búnker de campaña, el candidato repitió punto por punto el
símbolo niceno de su credo: el liberalismo es el respeto irrestricto del
proyecto de vida del prójimo; está basado en el principio de no agresión;
defiende el derecho a la vida, a la libertad y a la propiedad; sus
instituciones son la propiedad privada, los mercados libres de intervención
estatal, la libre competencia, la división del trabajo y la cooperación
social.



Esta declaración dogmática de fe viene siendo repetida como un mantra por
Milei desde mucho antes de haberse lanzado de lleno a la actividad política.
Nadie parece haber votado engañado. ¿Cuál es el atractivo que representa esa
ideología? Ese ya es otro problema.



Una derecha del establishment



Las corrientes que dominaron el panorama de la derecha mundial durante las
últimas cuatro décadas, el neoconservadurismo y el neoliberalismo, hicieron
su eclosión durante los años setenta del siglo pasado. Esa emergencia se
produjo en el contexto de grandes transformaciones que alteraron
profundamente la sociedad, la cultura y la política: la aparición de la
píldora anticonceptiva y la revolución sexual, la contracultura juvenil, las
protestas contra la guerra de Vietnam, la emancipación de las mujeres, las
luchas por los derechos civiles, la descolonización del Tercer Mundo, entre
otros fenómenos.



Muchos de los intelectuales que contribuyeron decisivamente a desarrollar
esas corrientes ideológicas habían sido izquierdistas en su juventud
(socialistas, socialdemócratas, progresistas, liberales de izquierda) y,
andando el tiempo, se fueron volviendo crecientemente conservadores. Para
que ese cambio de posición tuviera lugar, fue determinante el desagrado que
esos intelectuales sentían por muchas de las transformaciones recién
mencionadas.



Estos nuevos conservadores creían que la idea de autoridad estaba siendo
severamente minada en Estados Unidos. Señal de ello, pensaban, eran las
revueltas estudiantiles en los campus universitarios, la subversión
generalizada de todos los cánones, patrones y puntos de referencia asentados
tradicionalmente y el ataque a todas las formas de autoridad, así en la
política como en las artes y las ciencias.



Entendían, a su vez, que Estados Unidos estaba perdiendo incidencia
crecientemente en los asuntos internacionales. Creían que ideas como las de
patria eran objeto de burla para unas nuevas élites ilustradas, hijas de un
capitalismo que no había querido o no había podido desarrollar
suficientemente las bases culturales para su propia reproducción. Pensaban
que tanto los ciudadanos de a pie como las élites gobernantes de Estados
Unidos habían olvidado que la lucha por la democracia y la libertad era una
batalla de alcance internacional, y que renunciar a ella inevitablemente
debilitaba la propia democracia y la libertad en casa. Pensaban que un país
que se postrara y humillara frente a su gran enemigo, el comunismo, se
degradaba hasta no reconocerse a sí mismo, por lo que no tendría ya la
integridad de carácter ni la voluntad para sostener, siquiera dentro de sus
propias fronteras, los altos ideales democráticos bajo los cuales los padres
fundadores habían instituido la nación.



Creían también, al igual que los neoliberales, que el avance de los
instrumentos del Estado de bienestar, conforme este se desplegaba en el
territorio con sus dispositivos burocráticos, centralizados y verticales,
destruía los vínculos que las familias y las antiguas instituciones
comunitarias (especialmente las iglesias) habían construido previamente de
manera natural y orgánica.



La vieja derecha estadounidense no había adoptado necesariamente estas
posturas. Había sido aislacionista y había entendido las cuestiones de
política exterior de una manera realista: en términos de la seguridad
nacional de Estados Unidos. Estos nuevos conservadores, en cambio, eran
idealistas wilsonianos. Enfocaban esos asuntos (como todos los demás) no de
una manera realista, sino desde una perspectiva moral. Creían que los padres
fundadores habían instituido la nación bajo altos ideales morales,
democráticos, universalistas y cosmopolitas, que eran a la vez un legado y
una responsabilidad.



Aquella vieja derecha se había opuesto también al New Deal de Franklin D.
Roosevelt: el primer Estado de bienestar estadounidense. La nueva derecha de
los años setenta y ochenta, aunque ciertamente no aprobaba buena parte de
los instrumentos del Estado de bienestar, era proclive a un gobierno federal
fuerte y grande, sobre todo en lo atinente a los asuntos de seguridad
exterior, materia en la que favorecía multimillonarios desembolsos
direccionados hacia una industria militar que abastecía tanto a las fuerzas
armadas del país como, a través de la asistencia militar, a los aliados de
Estados Unidos en el mundo, especialmente a Israel.



Cuando, en la década del 80, esa nueva derecha se convirtió en la corriente
mayoritaria dentro del movimiento conservador de Estados Unidos, aquellos
otros conservadores, aquellos que seguían siendo partidarios de los puntos
de vista más tradicionales, adoptaron para sí el rótulo de
paleoconservadores, por oposición a los neoconservadores y neoliberales.



Una derecha disidente



La vieja derecha estaba integrada por personas de tipos humanos que la
derecha neoconservadora y neoliberal consideraba no respetables y con los
que prefería no mezclarse en absoluto. «Basket of deplorables» les llamó
Hillary Clinton durante la campaña para las elecciones que perdió frente a
Donald Trump en 2016. Entre los valedores y representantes en el mundo
intelectual de esas cosmovisiones que la nueva derecha consideraba no
respetables había defensores de la identidad cultural y política sureña,
como los poetas agraristas de Tennessee de la primera mitad del siglo XX,
autores como Allen Tate (1899-1979) o Donald Davidson (1893-1968), cuya
defensa de la identidad blanca, anglosajona, rural y sureña los llevó a
defender la segregación racial y, en algunos casos, la superioridad racial
blanca. O aislacionistas, como el senador republicano de Ohio Robert A. Taft
(1889-1953), furibundo opositor por partes iguales al New Deal y a la
participación de Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial, o el gran
patriarca del pensamiento tradicionalista de posguerra, Russell Kirk
(1918-1994), el hombre que en una conferencia en 1988 dijo –y la cita se
hizo rápidamente famosa–: «No pocas veces da la impresión de que algunos
eminentes neoconservadores han confundido la capital de Estados Unidos con
Tel Aviv».



Los intelectuales de Nueva York, incluso los conservadores, y el
establishment de Washington tenían a esta derecha por segregacionista y
supremacista, filofascista, xenófoba y antisemita, gente con la que no
convenía asociarse ni ser asociado de ninguna manera. Alguna razón no les
faltaba, hay que decirlo todo.



Por su parte, los conservadores del establishment, como ya fue señalado,
eran partidarios de un gobierno federal grande y fuerte, especialmente en lo
que refiere a su presupuesto de defensa. La derecha de los márgenes del
sistema, en cambio, desconfiaba de los gobiernos grandes y prefería los
pequeños y locales, con escasas competencias. Los primeros eran
universalistas, ilustrados, urbanos y cosmopolitas. Usaban con gran
frecuencia conceptos como los de democracia y derechos humanos que los
viejos conservadores consideraban puramente abstractos, retóricos y vacíos.



Los conservadores del nuevo establishment tenían ideas eclécticas en materia
de economía, pero, en general, no se encontraban especialmente inclinados
hacia el nacionalismo económico, no desconfiaban del libre comercio, de la
libre circulación de personas, ni de la libre circulación de capitales, ni
tampoco encontraban especialmente problemática la integración de los
mercados nacionales en un único gran mercado mundial. La derecha de los
márgenes del sistema, en cambio, se inclinaba hacia el proteccionismo y
otras medidas de nacionalismo económico, repudiaba la inmigración y
desconfiaba fuertemente de los procesos de integración a escala planetaria,
tanto económicos como políticos, sociales y culturales.



Los primeros creían que Estados Unidos estaba llamado a cumplir un destacado
papel en la defensa del «mundo libre». Los viejos conservadores creían que
la democracia liberal ya era lo suficientemente mala en casa como para,
encima, andar imponiéndosela a los demás pueblos del mundo a base de
sanciones económicas, bombardeos e «intervenciones humanitarias». En
palabras del historiador Paul Gottfried, uno de los intelectuales
paleoconservadores vivos más destacados, la prédica neoconservadora era, y
todavía es, como «un tocadiscos roto que debería haber sido apagado hace
décadas».



La derecha de los márgenes del sistema desplegó un discurso fuertemente
crítico con la matriz de relaciones de poder establecida en el país. Para
ellos, los neoconservadores y neoliberales eran una parte constitutiva
esencial de esa matriz. En particular, creían que la función principal de
los primeros era la de exaltar el espíritu belicista cada vez que advertían
que este flaqueaba y descaecía en Estados Unidos.



Un liberalismo plebeyo



En este contexto es que surgió el paleolibertarianismo y el populismo
libertario: el marco ideológico al que se adscribe Javier Milei.



El padre del paleolibertarianismo fue el economista neoyorquino Murray N.
Rothbard (1926-1995), un autor al que Milei cita todo el tiempo. Rothbard
era un anarcocapitalista que había probado distintas alianzas políticas
desde los años cincuenta, todas ellas bastante fallidas. A principios de la
última década del siglo XX defendió la necesidad de impulsar un populismo
liberal, opuesto tanto al elitismo de la izquierda ilustrada que campeaba a
sus anchas en las universidades como al neoconservadurismo y al tímido
neoliberalismo dominantes en las esferas del poder económico, político y
militar.



La tesis fundamental de ese populismo liberal, explicó Rothbard, era que el
pueblo de Estados Unidos estaba sujeto a la dominación de una élite
extractiva, constituida por la coalición entre un gobierno que se había
hinchado con el dinero extraído coactivamente a los ciudadanos, unas
empresas que se habían beneficiado de ese mismo dinero merced a sus tratos
de favor con políticos de toda laya y varios grupos influyentes de intereses
específicos, como los académicos universitarios. Más concretamente, los
antiguos Estados Unidos de la libertad individual, la propiedad privada y el
gobierno mínimo habían sido reemplazados por una coalición de políticos y
burócratas aliados a las poderosas élites corporativas y financieras de las
viejas oligarquías económicas (los Rock-efeller, los trilateralistas), y una
nueva clase conformada por tecnócratas e intelectuales, incluidos los
académicos de las universidades más prestigiosas, y las élites de los medios
de comunicación.



Rothbard entendió que la alianza para destruir ese sistema corrupto era con
los segregacionistas y nacionalista blancos del sur, con los aislacionistas,
con los críticos de las relaciones carnales entre Estados Unidos e Israel,
incluso con los conspiracionistas y paranoicos, y un largo etcétera de esa
derecha plebeya que la derecha del establishment tenía y tiene por un bando
de apestados y deplorables. Así nació el paleolibertarianismo.



¿Qué hace un paleolibertario como Javier Milei tan lejos de Atlanta,
Georgia, sede del Instituto Mises, la principal usina de pensamiento de esa
corriente ideológica? Ocurre que Milei supo adaptar esa ideología a las
particularidades de Argentina. Milei convirtió el anarcocapitalismo y el
paleolibertarianismo de Rothbard en una suerte de «anarcoperonismo», un
liberalismo plebeyo para «descamisados» y «cabecitas negras».



Se ha hablado mucho en estos días de la rabia y de la desconfianza como
factores que explicarían el voto hacia Milei. La típica desconfianza liberal
respecto del poder se apoya, como se sabe, en la obsesión por prevenir
desbordes. El proyecto liberal tradicional nunca fue edificar un gobierno
bueno y fuerte fundado en la confianza popular, sino constituir un poder
deliberadamente débil. El objetivo era proteger al individuo de las
invasiones ilegítimas del poder político sobre las esferas de su vida
privada y su propiedad. Sin embargo, a Milei, y sobre todo a sus votantes,
no parece que les preocupen prioritariamente los desbordes del poder, sino
más bien la propia existencia de una clase gobernante, parasitaria y
explotadora, cuya razón de ser no es otra que la obtención de un beneficio
ilegítimo a través de múltiples y variados mecanismos de extracción coactiva
de rentas.



La desconfianza liberal clásica hacia la acumulación de poder no era del
tipo que está en juego en este caso. La desconfianza subalterna de los
votantes de Milei no está orientada hacia las decisiones de los técnicos y
los burócratas, o hacia los veredictos de los expertos respecto de tal o
cual tema, sino hacia los técnicos, los burócratas y los expertos mismos,
hacia las instituciones que los han investido de autoridad política o
académica, hacia el sistema de producción, de circulación y de validación
del consenso social en su conjunto. Este tipo de desconfianza no se apoya en
la idea, muy razonable, de que incluso los mejores gestores y los mayores
expertos se pueden equivocar y que todos ellos deben rendir cuentas por sus
errores, sino en la idea, mucho más radical, de que todo el sistema es un
fraude, un embuste, un engaño a gran escala.



Milei desplegó un discurso que divide el campo social en dos grupos, en dos
clases enfrentadas: la de los creadores de la riqueza, por una parte, y la
casta parasitaria que no produce riqueza alguna y vive a costas de la
riqueza producida por otros, que extrae mediante diversos mecanismos
coactivos al amparo del aparato el Estado, por otra. Milei sostuvo que hay
una clase dominante, una élite, una casta, que extrae rentas con mil y una
técnicas, con mil y un artificios y artilugios. Todas esas técnicas, todos
esos artificios, todos esos artilugios están esencialmente conectados al
control del aparato del Estado. Lo que Milei les dijo a sus votantes, en
suma, es que el Estado es siempre y en todas partes un mecanismo de
explotación de clase.



Ese fue su mensaje. Ese fue su discurso. A juzgar por los resultados, puede
pensarse que se sintieron directamente interpelados por él aquellos a
quienes el Estado (ora conducido por unos, ora por otros) les había
prometido todo, pero les había dado muy poco, incluso nada.



Ha causado gran sorpresa el hecho de que Milei haya votado
extraordinariamente bien en el interior del país y en los barrios más pobres
de la capital y de las áreas metropolitanas. Hay quienes dicen que los
pobres no entienden lo que votan. Hay quienes dicen que son idiotas. Quizás
lo digan en el sentido griego de la palabra: el de no entender ni ocuparse
de los asuntos públicos, los asuntos de la polis. Habría que considerar la
posibilidad de que los idiotas, en ese sentido, no sean precisamente los
votantes de Milei, sino los que no lo vieron venir.

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