Análisis/ El nudo venezolano. Crisis económica, colapso social y autoritarismo. [José Natanson]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Sab Dic 16 14:20:24 UYT 2023


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Correspondencia de Prensa

16 de diciembre 2023

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Análisis

 

El nudo venezolano  

 

Venezuela está atrapada en un impasse del que no logra salir. Luego de las
primarias opositoras y de la consulta popular desarrollada por el gobierno
para reafirmar su vocación de controlar el Esequibo, la población sigue
sumida en la misma crisis económica y social. La política continúa
tensionada y las soluciones a la vista no son las mejores. La única
alternativa deseable parece cada vez más lejana.

 

José Natanson *

Nueva Sociedad, diciembre 2023

https://www.nuso.org/

 

En un país que tuvo dos Asambleas Legislativas (la Asamblea de mayoría
opositora y la Asamblea Constituyente, que funcionó en los hechos como un
Poder Legislativo), dos Tribunales Supremos de Justicia (el oficial y el que
operó desde el exilio) y hasta dos presidentes, no debería llamar la
atención que cada sector político organice sus propias elecciones, las
verifique, comunique y festeje. Así, el pasado 22 de octubre la oposición
venezolana realizó una primaria para elegir su candidato presidencial, una
elección autogestionada, sin participación del Consejo Nacional Electoral y
en la que votaron, según los organizadores, 2,4 millones de personas. María
Corina Machado, histórica dirigente liberal que representa al ala más
radical del antichavismo y se encuentra inhabilitada, fue elegida candidata.
Un mes y medio después, el 5 de diciembre, el gobierno realizó una consulta
popular para reafirmar los derechos venezolanos sobre el Esequibo, un
gigantesco territorio de 160.000 kilómetros cuadrados, rico en petróleo y
minerales, que se encuentra bajo jurisdicción guyanesa y que Venezuela
reclama como propio desde hace más de un siglo.
(https://nuso.org/articulo/venezuela-guayana-razones-de-un-conflicto/) En un
confuso comunicado, el chavismo anunció que se habían registrado más de 10
millones de votos, algo bastante improbable dadas las fotos de los centros
de votación vacíos que circularon durante toda la jornada, pero central para
la discusión política: lo que se jugaba en ambas elecciones no era tanto el
resultado, que en ambos casos estaba cantado, sino la capacidad de
convocatoria de cada bando, como preámbulo de las elecciones presidenciales
que deberían concretarse en algún momento de 2024.

 

Gobierno y oposición

 

Por más elecciones que haya, la escena de un país movilizado es engañosa.
Venezuela está lejos de la efervescencia de organización popular generada
durante la primera etapa del chavismo, cuando parecía que, tras la
decadencia del sistema del Pacto de Punto Fijo, por fin la sociedad había
logrado sintonizar con un líder que la representaba. Y está lejos también
del clima de intensa polarización que se instaló después, con un chavismo y
una oposición que se enfrentaban en las urnas y en las calles (incluso al
costo de mucha violencia y cientos de muertos). En contraste con este pasado
políticamente vibrante, la sociedad venezolana ha ido evolucionando hacia un
estado de desencanto que ha instalado un panorama abúlico de apatía. Lo
registran las encuestas, lo registra la disminución sistemática de la
participación electoral y lo confirma la creciente distancia entre la
política y la ciudadanía. Hasta el chavismo parece haber reparado en este
nuevo clima social, tal como lo demuestra la decisión de limitar la
propaganda oficial en calles e instituciones públicas. En Maiquetía, el
semivacío aeropuerto internacional que constituye la puerta de entrada al
país, el visitante ya no es recibido por la gigantografía de Hugo Chávez y
Nicolás Maduro, sino por el nacionalismo light representado por la imagen de
Yulimar Rojas, la campeona olímpica de salto que es el último orgullo de
Venezuela.

 

La gente está en otra cosa. Sometida a una cotidianeidad dificilísima, sufre
una desorganización permanente de la vida, sobre todo en los sectores
populares, que nunca saben cuánto cobrarán ese mes, cuándo llegará la ayuda
alimentaria, si habrá o no gasolina o si el metro estará funcionando, lo que
obliga a una búsqueda constante de vías para sobrevivir que es sobre todo un
consumo desmedido de tiempo hecho de filas y reclamos. El resultado es un
repliegue sobre la vida privada, la búsqueda de soluciones individuales a
través de los emprendimientos más variados (Venezuela vive un auge notable
del emprendedorismo popular), la revalorización de los espacios de ocio (hay
un pequeño boom de espectáculos y recitales) y un incremento del evangelismo
como forma alternativa de darle sentido a la existencia. También, por
supuesto, la emigración.

 

La situación política está trabada. Luego de la muerte de Chávez en 2013 y
de la inmediata elección de Maduro, Venezuela ingresó en un periodo de
conflicto político abierto. Pasó de todo: movilizaciones opositoras, feroz
represión gubernamental, multiplicación de los presos políticos,
inhabilitaciones, suspensión de elecciones, denuncias de fraude, el delirio
de los «dos presidentes», un intento de invasión armada que fracasó antes de
zarpar, un intento de asesinar a Maduro con drones… La crónica es larga y
complicadísima, pero el punto de inflexión fue la decisión del gobierno de
anular de facto el resultado de las elecciones legislativas de 2015, en las
que la oposición había obtenido una mayoría de dos tercios en la Asamblea
Nacional, y su reemplazo por una «Asamblea Constituyente» que, elegida bajo
un sistema amañado, absorbió en los hechos las funciones parlamentarias y
nunca redactó una Constitución. Esto terminó de configurar un tipo de
régimen híbrido, que no es una democracia, pero tampoco una dictadura plena
y que es el que persiste hasta hoy.

 

El principal responsable de este giro autoritario es el gobierno, porque es
el que ostenta el poder. En contraste con los frecuentes desacuerdos
opositores, el chavismo logró mantenerse unido. Incluso en sus momentos más
críticos, cuando parecía que el poder se le escurría de las manos (tras la
muerte de Chávez y la ajustada victoria de Maduro, durante la represión a
las movilizaciones de 2014 y 2018), el régimen consiguió evitar que las
fisuras –que las hubo- se transformaran en un cisma. La explicación de la
unidad chavista es relativamente simple: puro instinto de supervivencia.
Para la mayoría de los dirigentes oficialistas, una eventual salida del
gobierno no implica una vuelta a la sociedad civil o un destino clásico de
oposición parlamentaria, sino acusaciones judiciales, detenciones aseguradas
o el exilio, una alternativa difícil de aceptar considerando que los
posibles lugares de acogida son decididamente poco tentadores: aunque Cuba
no está mal, es un país pequeño y aislado, y otros posibles destinos, como
Rusia o Bielorrusia, resultan fríos e inhóspitos.

 

Frente a un gobierno que logró mantenerse cohesionado, la oposición se
dividió, volvió a unirse y volvió a separarse, oscilando siempre entre las
posiciones más democráticas, que apostaban a un triunfo electoral como
mecanismo para desplazar al chavismo del poder, y las posturas más
radicales, que defendían la abstención e incluso una acción militar
extranjera: la misma María Corina Machado habló en su momento de la
posibilidad de una «intervención», aunque aclarando que no es lo mismo que
una «invasión». En este trance, mientras el chavismo contó siempre con la
ventaja del tiempo, la oposición se jugó, una y otra vez, a un golpe súbito
que pusiera fin de una sola vez al proceso bolivariano, por vía de una
elección, una movilización popular imparable, un pronunciamiento
internacional o un quiebre de los militares. Casi cada año prometió que esta
vez sí lograría desplazar al chavismo del poder, y siempre terminó
fracasando, y eso no cambió, más bien se agudizó, tras la muerte de Chávez:
cuando la oposición ganó las legislativas de 2015, cuando Juan Guaidó se
declaró «presidente», cuando se organizó el operativo de «ayuda
humanitaria», cuando pareció que se sublevaba una parte de las Fuerzas
Armadas. Pero la publicitada caída del gobierno nunca se produjo y lo que
dejó en su lugar fue un escepticismo profundo respecto de las posibilidades
opositoras.

 

Crisis económica

 

La política es solo una arista de la crisis venezolana. Saliendo de los
círculos de poder, lo que se impone es la dura realidad de la economía.
Desde el comienzo de la onda larga de la crisis, allá por 2013-2014, la baja
de los precios del petróleo y las sanciones internacionales se combinaron en
un cóctel fatal y el PIB venezolano se redujo a una cuarta parte. Una cuarta
parte, récord histórico sin que medie una guerra o una invasión. El dato
resulta tanto más impactante por cuanto se trata –o trataba- de una economía
importante, la cuarta de América Latina. Si bien hemos visto el hundimiento
de países como Haití o de castigadas naciones africanas, no es frecuente que
un país como Venezuela, con casi 30 millones de habitantes, que durante años
disfrutó de los niveles de bienestar más altos de la región, que supo contar
con una clase media ilustrada y próspera, y que ejerció una influencia
geopolítica importante en el Caribe, colapse de esta manera.

 

En los últimos quince años, Venezuela sufrió dos hiperinflaciones, el
desmoronamiento de su industria y una debacle social que hizo que emigraran
casi siete millones de personas, según datos de la Organización de las
Naciones Unidas (ONU). El signo de la crisis fue la escasez, como muestra la
situación del Gordo Dimas, uno de los contactos caraqueños de Magdalena
Yaracuy, la investigadora-bruja que protagoniza La ola detenida, la notable
novela policial de Juan Carlos Méndez Guédez. Magdalena regresa a Venezuela
después de varios años y en plena crisis económica, con el encargo de
encontrar a una joven española desaparecida luego de presenciar un asesinato
político, y que es buscada por los colectivos chavistas, la policía y los
servicios de inteligencia. Recurre a su viejo amigo, el Gordo Dimas.
Baqueano de una ciudad en llamas, el Gordo Dimas se entera antes que nadie
de cuanto crimen sucede en los barrios, puede entrar a una morgue oficial
sin pedir permiso y es capaz de conseguir una granada si se lo piden, pero
huele a mujer porque no consigue desodorante masculino. «Primero consigo una
9 mm que un kilo de café», explica.

 

La dolarización, que se fue imponiendo espontáneamente con la inflación y
los apagones que impedían utilizar los «puntos de pago» electrónicos,
permitió estabilizar la economía. Combatida primero, tolerada después y
finalmente alentada por el gobierno a través de una serie de políticas
típicamente ortodoxas, la dolarización ayudó a recuperar algunas
actividades, sobre todo comerciales: nacieron los bodegones, las tiendas de
importados en donde hoy es posible conseguir de todo, desde papas fritas
Pringles hasta caviar ruso. Permitió también recuperar el abastecimiento de
productos agrícolas, lo que a su vez produjo una tímida mejora de los
indicadores sociales, y disparó un boom de pequeños emprendimientos:
barberías, servicios de transporte, venta de helados caseros y hasta
alquiler de lavarropas, una actividad frecuente en los barrios a los que el
agua llega una o dos veces por semana y donde no tiene sentido tener una
máquina en casa (el lavarropas llega atado al portaequipajes de una moto, se
usa un par de horas y se devuelve, todo por 10 dólares). En definitiva, la
dolarización resultó eficaz para frenar la caída y le devolvió al gobierno
cierto control del proceso económico. Pero es una recuperación de patas
cortas, que no alcanza a las actividades industriales ni es suficiente para
lograr un crecimiento sostenido, como demuestra el amesetamiento de los
últimos dos años. En el largo plazo, la dolarización priva al Estado de la
posibilidad de devaluar para enfrentar los shocks externos, algo
particularmente preocupante en un país monoexportador como Venezuela, y
cristaliza la desigualdad: Venezuela es a la vez uno de los países más
pobres y más caros de América Latina, donde una cena en un restaurante
cuesta el doble que en Brasil o Chile.  

 

Para sostener el rebote de la economía, el gobierno apuesta al petróleo. La
producción petrolera había alcanzado el récord de los 3,3 millones de
barriles diarios en 1997 y disminuyó a 2,4 millones durante el chavismo, una
cantidad apreciable que, en un contexto de precios altos, permitía sostener
el proyecto bolivariano. Sin embargo, a partir de 2014 comenzó a caer de
manera sostenida.
(https://www.infobae.com/america/venezuela/2020/06/17/la-produccion-de-petro
leo-de-venezuela-continua-su-desplome-es-la-mas-baja-en-casi-80-anos/)
Probablemente no ayudó la decisión de Maduro de designar al frente de
Petróleos de Venezuela (PDVSA) a un militar sin experiencia en la materia,
famoso por haber reprimido las manifestaciones de 2014, y luego a un primo
de Chávez igualmente desprovisto de conocimientos. Los números son
elocuentes: antes (insistimos: antes) de que el gobierno de Donald Trump
impusiera las primeras sanciones, en 2017, la producción ya había bajado a
menos de 1,5 millones de barriles diarios; se redujo a cerca de un millón en
2018 y a casi cero durante la pandemia. Hoy, luego de los acuerdos con
Estados Unidos y el regreso de Chevron y Cirgo, que consiguieron
autorizaciones especiales para operar, se ha incrementado un poco para
llegar a unos 685.000 barriles diarios.

 

El panorama se completa con la crisis de los servicios públicos. El acceso
al agua es un suplicio para los habitantes de Caracas, en particular para
aquellos que viven en los barrios elevados (los más pobres) adonde el
suministro no llega. El transporte público mejoró con la dolarización, que
habilitó la importación de repuestos para los envejecidos buses, pero sigue
siendo muy deficiente. La salud ha empeorado y la educación también. Luego
de la interrupción de las clases presenciales por la pandemia, los
sindicatos docentes reclamaron mejoras salariales (el sueldo de un maestro
de primaria no llega a los 25 dólares) que el gobierno nunca concedió, con
la consecuencia de que decidieron retomar las clases… solo un par de veces
por semana. Esto abrió una oportunidad laboral para los maestros, que
comenzaron a ofrecer clases particulares o de grupos pequeños («clases
dirigidas») en aulas improvisadas en sus propias casas. El resultado es una
semiprivatización de la educación pública que, como muchas de las cosas que
suceden en Venezuela, no es consecuencia de un plan predefinido, sino de una
serie de procesos económicos y sociales que se combinan más o menos
azarosamente.

 

El futuro

 

Venezuela atraviesa un triple proceso –crisis económica, colapso social y
giro autoritario– del que parece difícil que pueda salir. Desde el punto de
vista económico, la descapitalización del país limita las posibilidades de
una recuperación sostenida: la emigración del capital humano, el abandono de
la infraestructura y el aislamiento internacional complican las cosas.
Venezuela, que hoy tiene un PIB similar al de República Dominicana (con el
triple de habitantes), debería crecer 30 años a una tasa de 5% anual para
llegar a los niveles de 2013.
(https://es.statista.com/estadisticas/1065726/pib-por-paises-america-latina-
y-caribe/) Desde el punto de vista social, el panorama, salvo para una elite
privilegiada, es de mera supervivencia: la circulación del dólar, las
remesas y la asistencia social han ido creando un piso mínimo –muy mínimo–,
que sin embargo resulta muy difícil elevar.

 

Por último, el nudo político. En 2024 deberán realizarse elecciones
presidenciales. Según coinciden las encuestas, la imagen del gobierno, y en
particular la de Maduro, se sitúa en pisos históricos. Al mismo tiempo, el
perfil y la historia de Machado dificultan la posibilidad de un diálogo que
permita pensar en comicios competitivos.

 

En este contexto, los escenarios posibles son tres. El primero es la
realización de elecciones bajo condiciones restringidas, siguiendo el modelo
de 2018, cuando Maduro fue reelegido ante la abstención de la oposición
mayoritaria, con candidatos inhabilitados y sin observación internacional.
El segundo es la profundización del giro autoritario: una «nicaragüización»
política que termine de cerrar los espacios democráticos que aún persisten
(en Venezuela hay gobernadores y alcaldes opositores, la sociedad civil
puede manifestarse y la libertad de prensa, aunque muy restringida,
permanece vigente). El tercer escenario, el más riesgoso, es la utilización
del conflicto del Esequibo para crear un estado de emergencia bélica que
funcione como excusa para suspender los comicios.

 

Hay, sin embargo, un cuarto escenario. De hecho, el más ansiado, aunque no
está claro si posible: el de un diálogo constructivo oficialismo-oposición
que permita ir creando el marco para concretar elecciones limpias, el
levantamiento de las sanciones para afianzar la recuperación económica y la
reconstrucción de los servicios públicos y la infraestructura social, lo que
a su vez exige la liberación de los presos políticos, la gestión conjunta de
los activos venezolanos congelados en el exterior y algún tipo de acuerdo de
amnistía o «justicia transicional» para los funcionarios chavistas, entre
otras muchas cosas. Aunque deseable, este camino, el que se intenta en las
diversas mesas de diálogo (México, Barbados), exige niveles de confianza y
una generosidad política que al día de hoy resultan impensables. 

 

* José Natanson, es periodista y politólogo. Es director de Le Monde
diplomatique edición Cono Sur y de la editorial Clave Intelectual.

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