Francia/ Un cambio de escala en la propia rebelión. [Denis Merklen - Entrevista]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Vie Jul 7 13:14:05 UYT 2023


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Correspondencia de Prensa

7 de julio  2023

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Francia



Con Denis Merklen sobre la rebelión en los barrios populares



Cambio de escala



Merklen, sociólogo y profesor en la Universidad de La Sorbonne Nouvelle,
nacido en Uruguay, viene trabajando desde hace años sobre la política
popular en las periferias francesas. En diálogo con Brecha, habló sobre las
protestas de los últimos días, el rol de la Policía y los desafíos para la
izquierda.



Daniel Gatti

Brecha, 7-7-2023

https://brecha.com.uy/



La semana pasada, un policía mató a quemarropa a un adolescente de origen
africano en Nanterre, un suburbio de París famoso décadas atrás por haber
sido origen de las movilizaciones del 68, y otra vez desde Nanterre la
chispa se expandió a toda Francia. No fue la primera revuelta de este tipo
en el país ni mucho menos. El precedente más cercano es el de 2005, cuando
en Clichy-sous-Bois, en el Gran París, dos adolescentes de origen
norafricano, de 17 y 13 años, murieron electrocutados mientras intentaban
escapar de la Policía. Las protestas se extendieron a otras banlieues
(periferias urbanas) populares y por tres semanas hubo enfrentamientos
diarios entre los jóvenes y la Policía, quema generalizada de autos, ataques
a edificios públicos. Pasados siete, ocho días, las protestas iniciadas en
Nanterre parecen estar lentamente extinguiéndose, pero su virulencia y su
extensión territorial han sido bastante mayores a las de casi 20 años atrás
y la rebelión ha tenido características singulares. Se dieron además en un
contexto de violencia policial creciente, pautada por cifras récord de
muertes en operativos y de heridos graves en la represión de las
manifestaciones sociales, desde los chalecos amarillos, en 2019, hasta las
gigantescas marchas de este año contra la reforma de la seguridad social o
las movilizaciones ecologistas por el agua de fines de marzo.



La furia de las movilizaciones ha llamado la atención. Hubo por primera vez
saqueos, al punto de que se ha hablado de una «latinoamericanización» de las
formas de protesta en el corazón político de Europa. Los ataques a
instituciones públicas –de todo tipo– fueron a su vez mucho más numerosos
que los de 2005, como mayor fue el despliegue policial: 45 mil efectivos por
noche. En algunas ciudades se vieron escenas de confraternización entre
policías y bandas armadas que salieron a recorrer las calles para cazar,
detener y entregar a «la basura inmigrante», sindicatos policiales sacaron
un comunicado golpista y en la extrema derecha volvió el lenguaje de la
guerra civil.



¿«Despolitizados» los jóvenes de los barrios populares que salen a gritar su
bronca, su frustración, queman instituciones públicas y roban comercios? La
discusión volvió a plantearse.



Brecha conversó sobre estos temas con Denis Merklen, un sociólogo nacido en
Uruguay, formado en Argentina y residente en Francia que viene trabajando
desde hace muchos años sobre los barrios populares y la «politicidad
popular». Doctorado en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de
París, profesor en la Universidad de La Sorbonne Nouvelle, director del
Instituto de Altos Estudios de América Latina, Merklen ha hecho trabajos de
campo en Buenos Aires, Montevideo, Haití, Senegal, París. En 2013 publicó
Pourquoi brûle-t-on les bibliothèques?, traducido tres años después en
Argentina bajo el título de Bibliotecas en llamas. Cuando las clases
populares cuestionan la sociología y la política, considerado por estos días
(Mediapart, 29-VI-23) como el estudio más completo publicado en Francia
sobre ese tema.



—¿Ves algo nuevo en las movilizaciones de este 2023 que las diferencien de
revueltas anteriores?



Hay muchas continuidades, pero también un cambio de escala. En la acción de
la Policía, por ejemplo. En lo más fuerte de la revuelta, hace unos días,
los dos sindicatos policiales mayoritarios emitieron un comunicado común que
bien puede ser considerado golpista. Hablaban abiertamente de guerra,
consideraban a los jóvenes que se rebelaron como enemigos a eliminar. El
desafío de la Policía al gobierno ha sido progresivo. Cuando la rebelión de
los chalecos amarillos, en 2019, hicieron renunciar al ministro del Interior
de la época, Christophe Castaner. Y han ido aumentando su apuesta. En el
origen del asesinato de Nahel está una ley de 2017, promulgada luego de un
atentado terrorista en Niza que dejó casi 90 muertos. Esa ley, que amplía
las potestades de la Policía para disparar durante controles de tránsito, ha
contribuido a acrecentar una violencia policial que ya venía en aumento y
que está alcanzando niveles que asustan. Solo en 2022, 13 personas murieron
en el marco de controles de tránsito, un récord. Es tremendo, pero nunca
hasta ahora la Policía había matado a alguien desarmado baleándolo a pocos
metros de distancia, como sucedió con Nahel. En 2005, los dos pibes de
Clichy-sous-Bois cuya muerte disparó la rebelión de aquel año se escondieron
en una centralita eléctrica y murieron electrocutados. Tiempo después, en
Lyon, para escapar de la Policía, un chico se tiró al Ródano y se ahogó, y
hay varios casos de jóvenes muertos al caer de motos, también tratando de
huir. Pero a Nahel lo ejecutaron.



—Y hay también un cambio de escala en la propia rebelión.



Sí. Nunca había habido saqueos de comercios como sucedió ahora. Puede llegar
a explicarse porque la situación económica de las familias de estos pibes es
particularmente difícil, mucho más que antes, con una inflación que en el
sector de alimentos fluctúa entre 20 y 30 por ciento. Es una hipótesis
plausible.



El otro gran cambio es que hasta ahora las revueltas de este tipo quedaban
limitadas a los barrios populares, y esta vez los pibes salieron «fuera», a
los comercios, a espacios de circulación y avenidas ajenas a sus barrios. Y
algunos blancos también cambiaron. No solo quemaron autos y edificios
públicos. Eso de atacar la casa de un intendente, como sucedió en el
municipio de L’Hay-les-Roses, en la región parisina, es nuevo. También los
ataques a comisarías. No los había habido hasta ahora.



Cambia la escala, pero no el trasfondo evidentísimamente político de la
rebelión. No es banal que estos jóvenes digan que para ser escuchados tienen
que quemar todo, que tienen «algo que decirle al Estado» y que apunten a las
instituciones públicas.



En las periferias pobres de Francia, a diferencia de lo que sucede en los
asentamientos uruguayos o latinoamericanos, donde hay un déficit de Estado,
el Estado está omnipresente. La vida cotidiana de las familias de los
barrios populares –un 20 por ciento de la población francesa se concentra en
esos gigantescos bloques de viviendas económicas subvencionadas– transita
entre diversas instituciones estatales: la propia casa, el hospital, el
sistema escolar, las ayudas sociales. El Estado soluciona, pero es también
la fuente de todos los problemas, y estos muchachos están socializados en un
conflicto permanente con alguna autoridad pública. Es allí donde sufren el
maltrato, el desprecio, el racismo, las trabas. Más aún ahora, cuando las
mediaciones políticas han cambiado y ya no está aquel cinturón rojo de
alcaldías comunistas. El policía representa la cara más brutal de esos
poderes para todos los jóvenes de los barrios populares y en especial para
la población racializada, de remoto origen inmigrante. Pero también la
alcaldía e instituciones como las escuelas o las bibliotecas populares.



En Bibliotecas en llamas relevamos que entre 1996 y 2015 hubo en Francia
unas 70 quemas de bibliotecas municipales en los barrios populares. No se
entendía por qué, al tratarse de instituciones gratuitas y superequipadas a
las que van las personas que lo desean. En todo caso se podía comprender más
los ataques a escuelas o liceos, al ser instituciones que entregan diplomas
y que juegan en ese terreno fronterizo entre la inclusión y la exclusión.
¿Pero las bibliotecas? La reacción más común en los medios de prensa, en el
sistema político fue hablar de «salvajismo», y entre los funcionarios de las
bibliotecas, que sienten que están haciendo un trabajo social importante,
hubo –y hay– estupor. El mismo que ha habido –y en parte todavía hay– en la
izquierda política, que tradicionalmente ha visto a las bibliotecas como
parte de su proyecto emancipador. La clave, pienso yo, de estos ataques no
es que los jóvenes que los efectúan quieran expulsar a la biblioteca del
barrio. Es algo que va mucho más allá, que habla del divorcio creciente
entre estos jóvenes y las instituciones públicas. No saben cómo decirlo y a
nosotros también nos cuesta explicarlo. «El libro materializa una frontera
social de naturaleza simbólica», escribía en aquel trabajo de 2013. Creo que
va por ahí.



[Cuenta Merklen en ese libro que durante el trabajo de campo, desarrollado a
lo largo de cinco años en comunas de la periferia norte de París, que hasta
entonces eran gestionadas por el Partido Comunista, se reunió con
bibliotecarias que hacían lecturas públicas de «A quién echarle la culpa»,
un poema de 1871 en el que Víctor Hugo evoca la quema de bibliotecas durante
la Comuna de París. En un diálogo, el poeta pregunta indignado a uno de los
incendiarios: «¿Tú prendiste fuego a la biblioteca?». El obrero asiente, y
el poeta le lanza una perorata sobre el horror suicida de su gesto. A lo que
el comunero responde con un lapidario «no sé leer». Víctor Hugo concluía que
de nada servía reprimir a los incendiarios y que si algo había que hacer era
fundar escuelas. Ahora no faltan escuelas y liceos en las comunas populares,
y los incendiarios del siglo XXI han pasado por el sistema educativo,
apuntaba Merklen. «La complejidad es mayor, pero se opta por el silencio y
la no escucha.»]



—Los jóvenes que se rebelan en estos barrios populares cuestionan también a
protagonistas de revueltas anteriores que, según dicen, terminaron siendo
cooptados por el sistema político.



Cuando las revueltas anteriores se apagaban, lo que sucedía era que las
estructuras municipales y los partidos políticos comenzaban a actuar, por
ejemplo, dando subvenciones a asociaciones que tratan de socializar –algunas
veces con éxito, muchas no– a estos jóvenes: deportivas, de hip hop, de
teatro, de promoción del voto. Y la rueda volvía a girar, aunque no se
solucionara nada en el fondo. Algunos de los jóvenes se profesionalizaban y
se integraban a la militancia política. La novedad de los últimos años es
que, como buen liberal que no cree en las mediaciones estatales, el
presidente Emmanuel Macron cortó las subvenciones a esas asociaciones,
integradas mayoritariamente por personas que 20 años atrás tiraban piedras.
A esta gente que hoy se encuentra en Pampa y la vía y que ha perdido
ingresos y forma de vida, los más jóvenes, que son como eran ellos hace dos
décadas, los interpelan: «¿Ves que lo que hacés no sirve para nada, que sos
un gil, que te están usando, que todo el sistema político es una mentira?».



Si la abstención electoral en Francia es cada vez más alta, en estos barrios
es altísima: en promedio, solo vota entre el 20 y el 30 por ciento. Cuanto
más se baja en nivel social y en edad, menos se vota, seas del origen que
seas. Si sos hijo, nieto o bisnieto de inmigrante, las cifras aumentan,
claro. Los pibes dicen «a esta gente que nos gobierna no la votó nadie, su
legitimidad es nula». Y tienen razón, pero desde el punto de vista del
sistema político esos gobernantes son legítimos. Hay ahí un punto de
fricción enorme, un déficit democrático que nadie ha sabido resolver.



—En una entrevista con Mediapart, el sociólogo Michel Kokoreff, que ha hecho
varias investigaciones sobre este tipo de revueltas, dice que hay una
continuidad de fondo entre 2005 y 2023, pero que la mayor virulencia de las
protestas actuales no se podría entender sin tener en cuenta el «momento
fascista» que se está viviendo en Francia.



Creo que eso es muy importante para explicar la agravación de un problema
que es crónico. Estoy haciendo ahora un trabajo sobre una colección de 65
novelas escritas por unas 20 personas que hoy tienen en promedio 47 años y
andaban por los 29 en 2005. Todos pertenecen al espacio de las periferias
populares, vienen de la inmigración y se escolarizaron en Francia. En casi
todos, la llegada de Jean-Marie Le Pen, el fundador del ultraderechista
Frente Nacional [hoy Agrupación Nacional, liderada por su hija Marine], a la
segunda vuelta de las elecciones presidenciales, en 2002, aparece como un
hecho que les cambió la vida. Nunca habían pensado que un tipo como Le Pen,
con su pasado de torturador colonialista y su lenguaje xenófobo y racista,
pudiera llegar tan lejos. Eso ha quedado muy atrás: Marine también llegó a
la segunda vuelta, y en dos oportunidades, y ha logrado casi triplicar los
votos de su padre y «normalizar» su partido. El crecimiento del fascismo en
la sociedad francesa, no solo como expresión política sino como estado de
ánimo que permea en la sociedad, es un hecho innegable. Después del
asesinato de Nahel, mucha gente de clase media no acepta que le digas, por
ejemplo, que es inadmisible que la Policía mate como está matando. Te
responden que el pibe tenía antecedentes y que hay que entender a la
Policía.



La editorial Gallimard está sacando ahora una colección de textos breves de
intelectuales sobre temas de actualidad que se venden como pan caliente. En
uno de esos libros, el abogado William Bourdon da datos sobre la violencia
policial que te dejan helado. No está solo el tema de las muertes, también
el de la impunidad. Un ejemplo: en un año, el Defensor del Pueblo presentó
ante la Justicia unos 3 mil y pico de casos de violencia policial. Solo dos
de ellos llegaron a proceso. Lo peor es que, cuando se saben esos datos, la
reacción social es nula. El gobierno de Macron estuvo a punto de sacarle la
personería jurídica a una institución tan venerable como la Liga de los
Derechos Humanos justamente por denunciar esos abusos. No se atrevió por los
costos que le hubiera acarreado en el ámbito internacional, pero estuvo a
nada de hacerlo.



Otro hecho para ilustrar el nivel en el que estamos: cuando las revueltas de
los chalecos amarillos, hubo una filmación que circuló masivamente en redes
sociales que mostraba a un boxeador peleando con policías vestidos con todo
su atuendo de Robocop en el Pont des Arts de París. El tipo logró vencer a
los policías, algo que fue muy festejado. Por supuesto marchó a la cárcel.
En las redes se lanzó una campaña para ayudarlo a juntar el dinero para el
juicio, pero la Justicia la frenó porque consideró que se estaba apoyando a
un delincuente. Ahora se ha lanzado una colecta para ayudar al policía que
mató a Nahel. Nada ha dicho la Justicia, a pesar de que se trate de una
campaña destinada a ayudar a alguien acusado, con pruebas, de asesinato. Lo
terrible también es que esta gente ha logrado reunir casi 1 millón de euros
en pocos días, cuando otra colecta, para la madre de Nahel, lleva recaudados
menos de 200 mil.



—En 2005, la izquierda política de entonces –toda, desde sus sectores más
moderados hasta los más radicales– tomó una distancia muy clara con la
revuelta de los jóvenes de los barrios populares. Hoy parece ser otra la
actitud.



Sí, sobre todo de parte de la NUPES [Nueva Unión Popular Ecologista y
Social], y muy particularmente de Francia Insumisa [FI]. Jean-Luc Mélenchon,
su líder, dijo que él no iba a sumarse a los llamados a la calma a los
jóvenes. Que en todo caso la calma debería venir de la Policía y del
gobierno, y que no hay paz sin justicia. Pero los socialistas no lo apoyaron
para nada, en parte porque fue durante la gestión de un presidente
socialista, François Hollande, que se aprobó la ley de 2017 que amplió los
poderes de la Policía.



Pienso de todas formas que es muy improbable que FI pueda capitalizar
políticamente esta revuelta. Seguramente seguirá siendo la locomotora de la
izquierda y consolidará su perfil, y tal vez asiente su incidencia en los
barrios populares de las periferias, donde tiene el grueso de sus apoyos.
Pero es difícil que logre hacerlo entre los jóvenes de allí, porque en ellos
lo que predomina es el rechazo al sistema político o a lo sumo la
indiferencia.



En 2005 escribí un artículo en el que destacaba cómo los pibes de los
barrios populares tenían una relación con la política distinta a la que le
ofrece la izquierda. Discutía que no había un déficit de política en sus
protestas, sino una manera muy diferente de entender la política, y que se
trataba de un proceso que llevaba ya muchos años. Me trataron de
«anarquizante», pero hoy todos reconocen el carácter político de estas
revueltas.



El problema para la izquierda es que las clases populares están muy
divididas y no sabe bien qué hacer con ellas. A los obreros del norte del
país, de las zonas desindustrializadas de Lille, Estrasburgo, de la frontera
con Bélgica, que hoy votan masivamente a la extrema derecha, no los
representás con el mismo discurso que a los jóvenes de las periferias de
París o de Marsella. Y a estos no podés dirigirte como lo hacías hace 30, 40
años.



Creo que en términos electorales la izquierda va a salir muy perdedora de
todo esto, porque está confrontada a la ineficacia de sus acciones. Las
marchas contra la reforma de la seguridad social convocadas por los
sindicatos fueron realmente impresionantes, por lejos las más concurridas en
muchos años. Pero no tuvieron efecto político alguno.



La que sí puede crecer es la ultraderecha. A Macron se lo está comiendo en
dos panes. El gobierno no ha dado respuesta alguna a esta crisis, más allá
de culpar a los padres de los pibes, amenazándolos con quitarles la patria
potestad, y a las redes sociales por la difusión del video sobre el
asesinato de Nahel. Y los ultras tienen respuestas, ofrecen sus
alternativas. Tal vez no crezcan tanto en caudal de votos, pero el aumento
de la abstención hace subir mecánicamente sus porcentajes, porque su
electorado no se abstiene. En cambio, el que sería el corazón del electorado
de la izquierda –popular y joven– sí lo hace. No es que la izquierda tenga
que hacer frente a un desprestigio –algunos de sus componentes, como el
Partido Socialista, claramente sí, no FI–, pero sí debe luchar con eso de
que su accionar «no sirve para nada», como dicen los jóvenes de las
banlieues. No le va a bastar con denunciar el racismo o la xenofobia del
Estado y la Policía. Lo que han hecho los jóvenes de las periferias
populares con sus revueltas es dejar al desnudo el déficit democrático
existente, la profundidad de la fractura social. Y plantear enormidad de
preguntas.



***



Hablan los servicios



Según informes de inteligencia publicados por el diario Le Monde, los narcos
juegan como un factor de atemperación de la revuelta. En primer lugar, por
la razón del artillero: tratan de impedir que la Policía llegue a las zonas
que controlan. En particular, en el caso de Marsella, el hecho de que las
protestas se produjeran en el centro de la ciudad se debería a que fueron
«expulsadas» de la periferia. Habría sido diferente a lo ocurrido en París,
donde se concentraron en sus territorios «propios». Los servicios se
explayan también acerca de lo que, a su juicio, son las causas de la
revuelta: localización, marginalidad y pobreza, por un lado; difusión del
asesinato de Nahel en las redes sociales, por otro. Una «fuente de
inteligencia» dijo a Le Monde que, «diez días antes de la muerte de Nahel,
un joven de origen guineano murió en circunstancias similares en la ciudad
de Angulema sin que se generaran disturbios».

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