Uruguay/ La presencia del pasado. [Rafael Paternain]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Dom Jun 25 12:42:39 UYT 2023


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Correspondencia de Prensa

25 de junio 2023

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Uruguay



50 años del golpe de Estado



La presencia del pasado



Rafael Paternain

Brecha, 23-6-2023

https://brecha.com.uy/l



Nos separa medio siglo del golpe de Estado. Los motivos profundos que
llevaron al quiebre institucional hay que buscarlos en las intrincadas
dinámicas de construcción, consolidación y crisis del Uruguay moderno, sin
soslayar los factores geopolíticos internacionales. Del mismo modo, la
irradiación sociocultural de los años de plomo no cesó con la restauración
democrática. La dictadura militar no logró imponer su proyecto, pero alteró
de forma radical los parámetros del terreno sobre el que intervino.



La aventura militar dejó en herencia tres aspectos fundamentales. En primer
lugar, la represión de los conflictos, el confinamiento de los antagonismos
y la aceptación de las desigualdades como hechos cuasi naturales. Según este
legado, las contradicciones deben interpretarse como meras
disfuncionalidades o patologías que exigen una voluntad siempre lista para
la erradicación. Esa represión es tan honda que cualquier intento de crítica
transformadora es interpretado como desestabilización.



En segundo lugar, la dictadura resignificó a los extraños, transformándolos
en auténticos «ajenos», en los parias de la polis que deben ser vigilados y
reprimidos por razones de interés nacional. Mientras el modelo económico ya
iniciaba su marcha para la producción de sobrantes y excluidos, el modelo
sociocultural daba los argumentos para su estigmatización y segregación.



Por último, el éxito decisivo: la impunidad como práctica de poder y el
miedo como rasgo dominante de la convivencia sociopolítica. Las claves
actuales de la inseguridad, los emergentes de violencias, el deterioro de la
convivencia, las demandas de punitividad para los más débiles, la ausencia
de respuestas institucionales, etcétera, deben ser situados en las líneas
abiertas por la dictadura.



La dictadura dirigió sus objetivos contra la enseñanza, la ciudad y los
espacios públicos. La maquinaria de vigilancia y persecución fue implacable,
y no paró hasta que el terreno no fuera barrido. Décadas después, las mismas
voces siguen diciendo: la enseñanza actual –la pública, claro– es un fracaso
en parte por la hegemonía cultural que han logrado la izquierda y los
sindicatos; la ciudad está plagada de enemigos urbanos porque nadie se
atreve a hacer lo que hay que hacer; los espacios públicos para el solaz de
la gente buena tienen que ser recuperados.



La ilusión represiva es una nota dominante en el Uruguay actual. Las
técnicas de control, vigilancia y señalamiento territorial se expanden, pues
siempre hay un «enemigo» de porte para combatir: antes fueron la subversión
y sus aliados, gobernados por el marxismo internacional; hoy son los jóvenes
pobres y marginados, dominados por las subculturas y el crimen organizado.
Hay que mencionar las prácticas inerciales de los aparatos represivos:
Policía militarizada, razias, detenciones injustificadas, maltrato a la
ciudadanía, corrupción, derecho de admisión para espectáculos deportivos
según antecedentes o presunciones de peligrosidad, etcétera. Del mismo modo,
aquella nefasta sentencia de «algo habrán hecho» ha devenido en un criterio
expandido. El argumento que se escucha hoy es semejante al de aquel
entonces: si el castigo no hace mella, el mundo será de los jóvenes
criminales; si las normas solo están diseñadas para beneficiar a los que las
transgreden, tendremos que seguir aguantando las burlas de los que se ceban
con la puerta giratoria.



Con el tiempo hemos priorizado la necesidad del control, la represión, la
punición y el encierro. Una racionalidad política casi básica razona: en una
sociedad más próxima al pleno empleo, en la que la gran mayoría con grandes
dificultades solo piensa en salir adelante, nadie debería optar por el
delito. Por lo tanto, la ilusión represiva –con sus distintos niveles–
deviene en una necesidad.



La dictadura impuso el encarcelamiento masivo y la tortura. Hoy la cárcel se
resignifica también como símbolo de una necesidad. Nuestros niveles de
prisionización son de los más altos de América Latina. La neutralización y
el maltrato corporal hacia los adolescentes y los jóvenes privados de
libertad constituyen las prácticas exclusivas de un sistema que no cesa de
prometer la reprogramación intelectual, educativa y moral.



¿Alguien ha advertido acaso que el grueso de las altas jerarquías policiales
y penitenciarias de hoy se formó a fines de los setenta y principios de los
ochenta? ¿Alguien está dispuesto a negar que esta matriz de socialización es
inocua? ¿Cuántos reivindican el proyecto autoritario sin saberlo? ¿Cuántos
lo ejecutan sin quererlo conscientemente? Es falsa la idea de que los
problemas del pasado se acabarán cuando desaparezcan sus protagonistas.



A pesar de estas inercias, el Uruguay poco se parece a aquel de medio siglo
atrás. Nuestra democracia está muy lejos de una crisis orgánica, y sería
absurdo pensar que nuestros márgenes de libertad y acción son los mismos que
durante aquellos años de atrocidades mutiladoras. Sin embargo, nuestra
democracia no ha podido silenciar y revertir las lógicas autoritarias
enquistadas en el Estado y en la sociedad, que han ido consumiendo las
reservas integradoras. El crecimiento económico tampoco ha sido suficiente
para la construcción de una nueva matriz de protección social.



La violencia del Estado, por su parte, nacida como necesidad para controlar
esta nueva violencia social, constituye un momento plenamente político
aunque se vista con los ropajes de la neutralidad técnica, del imperativo
profesional o de la razón del último recurso. No es una excepción, sino una
posibilidad permanente. Para un proyecto transformador no es lo mismo asumir
una estrategia consciente al respecto que justificar cínicamente la lógica
de los hechos como simples casos aislados.



Mientras se asuma que las violencias de hoy nada tienen que ver con
relaciones políticas y bases sociales, mayor será el efecto de
repolitización en clave conservadora. Por esta razón, la inseguridad
continúa siendo una oportunidad privilegiada para sostener una discusión
política fuerte sobre el sentido último de una vida en común libre de
coacciones y violencias. El problema es que se corre un riesgo muy alto de
que esa discusión sea colonizada por una hegemonía conservadora.



Toda violencia es hija de un pasado o, mejor todavía, es producto de un
intrincado proceso cuyo origen no se puede determinar con precisión. La
violencia de atrás continúa generando consecuencias, lo mismo que los
intentos por abandonarla. Esto es más evidente y lacerante en el caso de la
violencia institucional. El terrorismo de Estado sigue vivo, y su manera de
ser trascendido por la poliarquía restaurada en 1985 –a través de la
impunidad– ha sido un motivo cultural central para entender inquietantes
comportamientos colectivos. Las concreciones tardías –y escasas– para
obtener verdad y justicia han implicado ingentes esfuerzos por parte de las
víctimas y sus familiares. Sin embargo, las estructuras del pasado no se han
desmontado. Siguen allí, bajo la forma de poderes burocráticos, esquemas
organizativos armados durante la dictadura (por ejemplo, en el caso de la
Policía), abuso de autoridad, torturas y apremios físicos.



Tal vez una de las tareas más relevantes para un proyecto de profundización
democrática sea la exhumación de prácticas institucionales, pues gracias a
ese ejercicio sabemos que las cosas tienen su lógica y no obedecen a meros
desvíos o casos aislados. Visto de cerca, todo sistema policial y penal es
un gigantesco campo de irracionalidad. Pero un campo que cumple funciones
políticas muy precisas en las cuales pasado y presente se anudan. El pasado
no regresa, sino que subsiste encriptado en variadas prácticas
institucionales. Un auténtico proyecto transformador tiene la obligación de
desmontarlas una a una, pues solo así tendrá sentido la idea de cambio. El
tiempo de la dictadura comenzará a quedar atrás cuando una refundación
radical de lo público nos sostenga como individuos y como colectividad.

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