Crítica/ Nancy Fraser y el "capitalismo caníbal": ¿cómo cortamos la cabeza de la serpiente? [Esteban Mercatante]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Jue Mayo 11 00:43:38 UYT 2023


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Correspondencia de Prensa

11 de mayo 2023

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Crítica



Nancy Fraser y el “capitalismo caníbal”: ¿cómo cortamos la cabeza de la
serpiente?



La reconocida intelectual estadounidense Nancy Fraser desentraña en El
capitalismo caníbal las múltiples dimensiones en las que este orden social
está fagocitando cualquier posibilidad de reproducir otra cosa que no sea la
barbarie.



Esteban Mercatante *

Ideas de Izquierda, 7-5-2023

https://www.laizquierdadiario.com/



Estamos atravesando una crisis muy peculiar. No “sólo” una crisis de
desigualdad arrasadora y de trabajo precario mal remunerado; tampoco es nada
más “una crisis de las labores de cuidado o la reproducción social”; ni
apenas una crisis “de la migración y la violencia racialidad”; ni siquiera
“‘simplemente’ una crisis ecológica en la que un planeta que se calienta
arroja plagas letales”, o exclusivamente “una crisis política que presenta
una infraestructura vaciada, un militarismo intensificado y una
proliferación de hombres fuertes” [1]. Lo que atravesamos es una “crisis
general de todo el orden social en la que convergen todas esas calamidades,
agudizándose unas a otras y amenazando con tragarnos enteros”.



El orden social que nos condujo a este estado de cosas, uno que por su
propia lógica amenaza lo que son condiciones fundamentales para su propia
existencia, es lo que Nancy Fraser se propone desentrañar en El capitalismo
caníbal, libro que acaba de ser editado en castellano por Siglo XXI.



El libro se propone un diálogo con el bienvenido regreso en los últimos
tiempos, dentro de las corrientes de pensamiento crítico, especialmente en
el mundo anglosajón, de la discusión sobre el capitalismo. El retorno de
este concepto al debate, “es un claro indicador, si es que hiciera falta
alguno, de la profundidad de la crisis actual”. El problema, señala Fraser,
es que gracias a “décadas de amnesia social”, generaciones enteras “de
jóvenes activistas y académicos se han convertido en sofisticados
practicantes de análisis de discurso mientras se mantienen absolutamente
inocentes respecto de las tradiciones de Kapitalkritik”. Pero al mismo
tiempo, la autora observa que los veteranos de eras previas de fermento
anticapitalista “fracasaron en gran medida [...] en incorporar las ideas del
pensamiento feminista, ecológico, poscolonial y de liberación negra en su
comprensión del capitalismo de manera sistemática”. Es a esta articulación
que se propone contribuir con Capitalismo caníbal, para formular
“concepciones del capitalismo y de la crisis capitalista adecuadas a nuestro
tiempo”.



El capitalismo, argumenta Fraser, no puede entenderse simplemente como un
“sistema económico basado en la propiedad privada y el intercambio de
mercado, el trabajo asalariado y la producción con fines de lucro”. Esta
definición resulta en su opinión “demasiado estrecha, oscureciendo en lugar
de revelar la verdadera naturaleza del sistema”. En contraposición,
considera que debe entenderse el capitalismo como “un orden social que
faculta a una economía impulsada por las ganancias para aprovechar los
soportes extraeconómicos que necesita para funcionar”. Estos apoyos
extraeconómicos están constituidos por: “riqueza expropiada de la naturaleza
y de los pueblos sometidos; múltiples formas de trabajo de cuidados,
crónicamente infravaloradas cuando no completamente desacreditadas; bienes
públicos y poderes públicos [...] la energía y la creatividad de los
trabajadores”.



Para comprender cómo el orden social capitalista articula estas distintas
formas de opresión y exacción de riqueza, Fraser propone correr las cortinas
detrás de la “oculta sede de la producción”, como la llama Karl Marx en El
capital [2]. La referencia apunta a un giro clave en la argumentación de
Marx en este libro. Las dos primeras secciones del libro se movieron en la
esfera del intercambio mercantil, aquella en la que todos los compradores y
vendedores de mercancías se ubican en pie de igualdad, portadores de los
mismos derechos y ejecutores de libre voluntad, lo que vale, en el terreno
de la compra y venta de mercancías, también para una relación fundamental
para comprender la valorización y la ganancia: la que existe entre la clase
trabajadora y la de los capitalistas, dueños de los medios de producción,
que son, respectivamente, vendedora y compradora de la fuerza de trabajo
convertida en mercancía. En la “sede oculta” de la producción, capitalista y
fuerza de trabajo ya no se enfrentan como poseedores de mercancías en
igualdad de condiciones. La segunda, queda a disposición del primero por el
tiempo que dura la jornada laboral, y es, para el dueño de los medios de
producción, un objeto más para desarrollar la misma, tanto como las materias
primas o las maquinarias, con el pequeño detalle de que es la fuerza de
trabajo la única que permite obtener una ganancia.



Fraser nos propone que debemos ir más allá en el procedimiento de Marx, para
ver qué es lo que incluso en esta “sede oculta” todavía no se puede ver. Si
seguimos corriendo las cortinas que velan los procesos de producción del
capital, aparecen otras condiciones de posibilidad fundamentales para que
tengan lugar las relaciones de producción capitalista.



En el recorrido que va a hacer por estos distintos terrenos, la postura de
Fraser respecto de los aportes de Marx y el marxismo para abordarlos va a
oscilar entre cierta ambigüedad –no achaca específicamente a Marx una visión
“estrecha” del capitalismo como economía, aunque parecería sugerir una
mirada crítica a esta tradición por supuestamente no profundizar en una
mirada más amplia como la que ella propone– y la crítica abierta, como
cuando reconoce al revolucionario alemán haber desarrollado, en su crítica
de la economía política, una explicación sistemática de la explotación que
realiza el capital de la fuerza de trabajo, pero no haber avanzado en
incorporar la expropiación de forma igualmente sistemática. Críticas
similares aparecerán en el terreno de la reproducción social –cuestión sobre
la que la introducción a los Grundrisse deja muchas pistas y sobre la que el
compañero de Marx, Friedrich Engels, dio importantes definiciones–, o en el
problema ambiental, a contramano en este último caso de trabajos recientes
que muestran –quizás exagerando su sistematicidad– la atención que Marx le
dedicó al problema. De esta forma, se construye una mirada muy parcial que
sugiere una desatención o falta de sistematicidad en la matriz teórica de
Marx y de buena parte del marxismo posterior hasta nuestros días de estos
problemas, cuando en realidad es en las elaboraciones de muchos autores de
esta tradición en los que va a abrevar la propia Fraser. El interesante
diálogo que propone a nuevas generaciones proponiendo ir a la raíz
estructural en el capitalismo de las cuestiones que va abordando, a
contracorriente de buena parte del pensamiento crítico contemporáneo que
toma otros caminos, va a acompañado de cierta exageración de lo novedoso que
estaría trayendo Capitalismo Caníbal.



Fraser va a dedicar un capítulo a cada una de estas dimensiones que permiten
ampliar la comprensión del capitalismo: su “racismo estructural”; el
aprovechamiento y simultánea invisibilización de una reproducción social
cuyas condiciones de sostenimiento están cada vez más erosionadas; el saqueo
y degradación ambiental que produce la apropiación capitalista de la
naturaleza, y, finalmente, la creciente inclinación autoritaria de los
regímenes políticos en todo el planeta.



El análisis se mueve siempre en dos niveles. Se presenta primero los rasgos
estructurales a partir de los cuales el capitalismo mantiene el racismo,
refuerza el patriarcado, afecta el ambiente de formas cada vez más riesgosas
y crecientemente irreversible, y degrada las instituciones de la democracia
que para los ideólogos del capitalismo estuvieron íntimamente asociadas
desde sus orígenes a este modo de producción. A contramano de muchas
tendencias contemporáneas en las ciencias sociales, que tienden a abordar
cada una de las dimensiones problematizadas de manera aislada, y sin
conexión con el fenómeno totalizador de la autora pone en el centro, el
capitalismo, se exponen acá las raíces por las cuáles la canibalización que
produce en cada una de estas distintas esferas resulta inescapable para este
orden social. Pero Fraser no se limita a señalar estas raíces estructurales.
Este análisis es seguido por un abordaje histórico que reconoce la sucesión
de distintos regímenes capitalistas a lo largo de la historia. Estos son
definidos como: el capitalismo comercial o mercantil, que ubica entre los
siglos XVI a XVIII, es decir, el período de transiciones europeas del
feudalismo al capitalismo, y de consolidación y avance de las colonizaciones
europeas iniciadas por España y Portugal; el régimen capitalista
liberal-colonial, que extiende aproximadamente hasta la crisis de 1930; el
capitalismo “administrado por el Estado”, que siguió a la crisis de 1929 con
el New Deal en EE. UU., y que se reforzó después de la salida de la II
Guerra Mundial, y, finalmente, el capitalismo financiarizado de las últimas
décadas cuyo rasgo definitorio, en la periferia sobre todo pero también en
el centro, ha sido la deuda, a través de la cual “canibaliza el trabajo,
disciplina a los estados, transfiere la riqueza de la periferia al centro y
absorbe valor de los hogares, las familias, las comunidades y la
naturaleza”. Fraser sostiene que cada régimen capitalista tuvo sus rasgos
específicos de racismo; estableció condiciones particulares para las
relaciones patriarcales y para la reproducción social; produjo naturalezas
históricas específicas con sus trastornos metabólicos correspondientes, y
generó un orden político con rasgos históricos determinados.



El capitalismo, estructuralmente racista



Fraser va a argumentar que el orden social capitalista es constitutivamente
racista. El nexo entre explotación y expropiación “no está escrito en
piedra” sino que “cambia históricamente a lo largo del desarrollo
capitalista”. Fraser muestra cómo la cuestión del racismo se vuelve
fundamental en el capitalismo liberal colonial para fundamentar un saqueo
colonial y dominios de ultramar cada vez más extendidos, donde los Estados
europeos que habían otorgado reconocimiento de ciudadanos libres a sus
poblaciones después de las revoluciones burguesas, reducían a la condición
de vasallos a las poblaciones de ultramar. Desde entonces se fue
reformulando, a medida que se transformaban las relaciones con el mundo
colonial (que obtuvo su independencia formal después de la Segunda Guerra) y
cambiaban las condiciones de los sucesivos regímenes capitalistas. Por
ejemplo, la generalización de la relación laboral bajo esquemas fordistas
desde 1920 o 1930 tuvo lugar de la mano de formas de segregación reforzada,
como los mercados laborales segmentados, en los que los trabajadores blancos
recibían mayores remuneraciones.



La base estructural para el racismo está en que crea las condiciones para
dejar “afuera” a determinados sectores de la población, ya sea en el centro
o en la periferia. Esto los vuelve potencialmente objetos de los procesos de
expropiación, que son una “condición necesaria para la explotación”. ¿Qué
significa expropiación, como algo diferenciado de la explotación? La
expropiación “es acumulación por otros medios, –otros, esto significa, que
la explotación–”. La expropiación “funciona confiscando las capacidades
humanas y los recursos naturales y reclutándolos en los circuitos de
expansión del capital” y está estrechamente ligada al racismo, que
fundamenta distintas formas de opresión y de negación de los derechos que
gozan en la sociedad capitalista quienes están sometidos a la condición de
explotación. El trabajo “no libre, dependiente, no asalariado” jugó un rol
nada desdeñable en la acumulación de capital, y lo sigue haciendo. Numerosas
condiciones de sometimiento apoyadas en la segregación justificaron
expropiaciones en gran escala y a través de diversos mecanismos. Siguiendo a
David Harvey (a quien hace referencia en el capítulo introductorio a este
respecto aunque no lo retoma en el capítulo) la idea es que las
expropiaciones –en Harvey desposesiones– son un proceso que tiene lugar en
toda la historia del capitalismo, y son vitales para la acumulación en todas
las fases.



En este punto, si bien Fraser reconoce la importancia que Marx le dio a las
expropiaciones en gran escala cuando discute la acumulación originaria
–categoría de la propia economía política cuyo contenido concreto demuestra
Marx y que lo lleva a decir que el capitalismo viene al mundo chorreando
sangre por todos los costados–, esto no le impide afirmar que, con su foco
en la explotación, Marx “no revela ninguna base estructural comparable para
la opresión racial”. Llega a la conclusión de que “en este punto, al menos,
la perspectiva de la explotación se sienta incómodamente cerca de la del
intercambio”, esto es, de la perspectiva ideológica de la economía política
burguesa y de sus vulgarizaciones posteriores.



Lo paradójico es que, no solo Harvey o Rosa Luxemburg, a quienes la autora
menciona, sino también otros marxistas como Ernest Mandel, otorgaron un
lugar clave a los procesos de acumulación originaria, o “expropiaciones”, en
la historia del capitalismo. En todos los casos, abrevando el Marx para
desarrollar estas visiones, claramente sistemáticas como reclama la autora.
Aunque en el caso de Harvey, como le hemos criticado anteriormente y como
también le ocurre a Fraser, hay una cierta tendencia a exagerar el
desplazamiento de la explotación hacia la desposesión en el último período,
que Fraser define como del capitalismo financiarizado.



Bajo el régimen capitalista financiarizado de la actualidad, sostiene,
“vemos una gran expansión del híbrido expropiación/explotación”. Gran parte
de la explotación manufacturera se trasladó a la periferia, donde siguen
teniendo lugar también procesos de expropiación en escala creciente, en
niveles tales “que amenaza con superar una vez más a la explotación como
fuente de ganancias”. La deuda juega en estos procesos un rol central. Para
Fraser, también en el centro la acumulación crece cada vez más por la vía de
la expropiación, a medida que “el trabajo precario de bajo salario reemplaza
al trabajo industrial sindicalizado, los salarios caen por debajo de los
costos de reproducción socialmente necesarios", y cada vez más los
asalariados dependen de distintos mecanismos de endeudamiento para sostener
su reproducción. La consecuencia es la centralidad que adquiere “una nueva
figura, formalmente libre, pero agudamente vulnerable: el
ciudadano-trabajador expropiado y explotado”. La expropiación, sostiene “ya
no se limita a las poblaciones periféricas y las minorías raciales, se está
convirtiendo en la norma”. Sin embargo, “el continuo
expropiación/explotación permanece racializado. Las personas de color
todavía están representadas de manera desproporcionada en el extremo
expropiatorio del espectro, como vemos en los Estados Unidos”.



Al no adentrarse específicamente a lo largo del libro en cómo han operado y
lo hacen hoy los mecanismos de la explotación –estructural e históricamente–
tal como lo hace con la expropiación, la delimitación entre uno y otro
dentro del entrelazamiento que plantea, no queda clara. No sorprende que
esto vaya de la mano con la primacía que tiende a otorgar a la expropiación.



El banquete de la reproducción social



El capital, como valor en proceso, solo puede existir si encuentra
disponible la mercancía fuerza de trabajo de la cual extraer continuamente
nuevo plusvalor. Esta existencia de la fuerza de trabajo presupone toda una
serie de actividades que constituyen buena parte de lo que se conoce como
reproducción social. Se trata de toda una serie de “trabajos de cuidado”,
como se los llama más coloquialmente, que van desde la crianza de las nuevas
generaciones hasta encargarse de las personas adultas mayores, pasando por
el trabajo doméstico en el hogar y la educación. Esta reproducción social se
intersecta con los procesos de producción de valor, ya que algunas
actividades dentro de la misma se convirtieron, en parte al menos, en rubros
subsumidos por el capital. Pero buena parte de la reproducción social se
realiza en el ámbito privado –como trabajo invisibilizado dentro del ámbito
familiar o como “servicios personales” que en general son remunerados
informal y pobremente– o bajo la órbita de las prestaciones públicas. Todo
este trabajo social desarrollado fuera de la esfera del capital, contribuye
a producir la mercancía fuerza de trabajo pero no le “cuesta” nada al
capital, ya que el “precio” que debe pagar como salario, tiene en cuenta
solamente la cobertura de aquellas necesidades que las y los trabajadores
deben pagar con dinero. La reproducción social, cuando no se lleva a cabo
como servicios desarrollados por una empresa en pos de una ganancia, no le
cuesta nada a la clase capitalista. “La economía capitalista se basa en
actividades de provisión, cuidado e interacción que producen y mantienen
lazos sociales, aunque no les otorga ningún valor monetario y los trata como
si fueran gratuitos”.



La sociedad capitalista está caracterizada por una tendencia a canibalizar
“sistemáticamente la reproducción social”: desvía “los recursos emocionales
y materiales que deberían dedicarse al trabajo de cuidado a otras
actividades no esenciales, que engordan las arcas corporativas mientras nos
matan de hambre”. Esto amenaza la reproducción de la propia sociedad. La
comprensión de que esta tendencia voraz del capital podía amenazar las bases
de la sociedad, pero sobre todo la resistencia de las clases explotadas,
explican los distintos intentos de administrar esta contradicción. A finales
del siglo XIX tuvieron lugar una serie de reformas “en parte creando ‘la
familia’ en su forma restringida moderna; inventando significados nuevos e
intensificados de la diferencia de género; y modernizando la dominación
masculina”. Más recientemente, el capitalismo estatista, “buscó desactivar
la contradicción entre la producción económica y la reproducción social de
una manera completamente nueva: alistando el poder estatal del lado de la
reproducción”. El desarrollo de las instituciones del “bienestar social”
resultaba clave para salvar “al sistema capitalista de sus propias
propensiones autodesestabilizadoras –así como del espectro de la revolución
en una era de movilización de masas–”. Asimismo, la productividad “y la
rentabilidad requerían el cultivo biopolítico de una fuerza laboral
saludable y educada con intereses creados en el sostenimiento del sistema”.



Pero fueron sobre todo las clases trabajadoras, tanto mujeres como hombres,
quienes encabezaron la lucha por la provisión pública; y actuaron por sus
propias razones. Para ellos, la cuestión era la plena pertenencia a la
sociedad como ciudadanos democráticos y, por tanto, la dignidad, los
derechos y la respetabilidad, así como la seguridad y el bienestar material,
todo lo cual se entendía que requería una vida familiar estable.



Aunque está mencionado al pasar “el espectro de la revolución”, quizás la
autora no pone suficiente énfasis al hecho de que estas reformas en la
reproducción social, así como el conjunto de mecanismos del régimen
capitalista estatista que señala, estuvieron determinados por la amenaza que
significaban las tendencias revolucionarias de la clase obrera, que no sólo
apuntaban a una “pertenencia a la sociedad como ciudadanos democráticos”
sino que, en amplios sectores movilizados, estaba la perspectiva de apuntar
contra el poder de la clase capitalista, tomando el ejemplo de la Revolución
rusa de 1917 que a pesar de la estalinización seguía representando un
ejemplo para las clases trabajadoras de todo el mundo.



Fraser subraya que, mientras en los países ricos tenían lugar estas
intervenciones, “la defensa de la reproducción social en el centro estaba
enredada con el (neo)imperialismo”. Los regímenes fordistas “financiaron los
derechos sociales en parte mediante la expropiación en curso de la
periferia, incluida la ‘periferia dentro del centro’”. Además. “tampoco
estuvo ausente la jerarquía de género en estos arreglos”.



El capitalismo financiarizado que emergió de la crisis que puso fin al boom
de posguerra, se caracterizó por promover la desinversión en el bienestar
social, al mismo tiempo que el deterioro de los ingresos de la clase
trabajadora facilitó reclutar “en gran medida a mujeres en la fuerza laboral
remunerada”. Los sectores de la reproducción social que el Estado había
tomado a su cargo se redujeron, “externalizando el trabajo de cuidados a las
familias y las comunidades al tiempo que disminuye su capacidad para
realizarlo”. El resultado fue para la autora una organización dualizada de
la reproducción social, mercantilizada para quienes pueden pagarla y llevada
a cabo en la esfera doméstica –mediante trabajo invisibilizado y no
remunerado– para quienes no. Una aclaración importante, en nuestra opinión
es que la dualización que señala Fraser en la actualidad no es una novedad
del período reciente; siempre los sectores de mayores recursos han pagado
por las tareas de cuidado en la medida de lo posible, aunque en la
actualidad esto puede estar más asociado que antes a la prestación de estos
como servicios por parte de firmas capitalistas.



La naturaleza en las fauces



Las crisis ecológicas no son privativas de la sociedad capitalista. Pero sí
es característico del capitalismo generar trastornos ambientales “de forma
no accidental, en virtud de su propia estructura”. El capital, para el cual
la naturaleza queda reducida a “recursos”, no ingresa en su ecuación los
tiempos que la naturaleza requiere para regenerarse adecuadamente, ni
tampoco contabiliza los efectos que su accionar genera en el ambiente –salvo
tal vez cuando estos resultan inocultables y alguna agencia regulatoria debe
intervenir para mitigarlos–. “Preparada sistémicamente para aprovecharse de
una naturaleza que en realidad no puede autorreabastecerse sin límites, la
economía del capitalismo siempre está al borde de desestabilizar sus propias
condiciones ecológicas de posibilidad”.



El capitalismo mercantil inició “la conquista y el extractivismo en la
periferia” que los sucesivos regímenes capitalistas no harían más que
profundizar. El régimen liberal-colonial estuvo marcado por el giro a la
energía exosomática –generada transformando energía fuera del cuerpo humano–
a partir de combustible fósil. La máquina de vapor “pareció liberar a las
fuerzas productivas de las limitaciones de la tierra y el trabajo”. El
carbón, “que anteriormente sólo tenía interés localmente como sustancia que
se quemaba para generar calor, ahora se convirtió en un producto
comercializado internacionalmente”. Los depósitos de energía “formados
durante cientos de millones de años se consumieron en un abrir y cerrar de
ojos para impulsar la industria mecanizada, sin importar la reposición o la
contaminación”.



Esta fuente energética fue también para los capitalistas una herramienta
para reformular las relaciones de producción en su favor. La manufactura se
pudo centralizar en las ciudades, donde contaba con una fuerza de trabajo
más abundante y disciplinada. La energía fósil creó la ilusión de una
emancipación de la dependencia de los procesos productivos de la tierra y
del músculo animal, pero la industrialización “en Europa, América del Norte
y Japón descansaba en una sede oculta de extractivismo” en la periferia.



El período del capitalismo estatista “abrazó y extendió” el legado
exosomático plenamente. El nuevo hegemón, EE. UU., “orquestró una amplia
expansión en las emisiones de gases de efecto invernadero”. En el corazón de
la misma se ubicó el complejo industrial formado “alrededor del motor de
combustión interna y el petróleo refinado”. Mientras en los países
imperialistas se reforzaban el estado de bienestar y la integración de
sectores de la fuerza de trabajo a través de políticas de conciliación, “lo
que sostuvo el aumento del gasto público en bienestar social en el Norte
Global fue el saqueo privado intensificado de la naturaleza en el Sur
Global”. En simultáneo, las “ecoexternalidades” generadas por la
contaminación eran descargadas en las comunidades más pobres –y generalmente
racializadas– dentro de los países del Norte Global. La evidencia de las
consecuencias ecológicas gravosas de este proceso, estimuló el desarrollo de
movimientos ambientalistas. Si bien este activismo pudo arrancar algunas
concesiones como la creación de agencias de protección ambiental, esto
empalideció en comparación con la disrupción producida por la escala masiva
de las emisiones industriales.



En el capitalismo contemporáneo, “todos estos ‘males’ continúan con
esteroides, aunque sobre una base alterada”. La reubicación de la
fabricación en el Sur Global ha alterado la geografía energética anterior.
La economía “posmaterial” que domina en los países más ricos –industria
tecnológica, finanzas y servicios– genera otra vez la apariencia de una
emancipación de los procesos productivos respecto de la naturaleza. Pero
este “‘posmaterialismo’ se basa en el materialismo del Sur (minería,
agricultura, manufactura), así como en el fracking y la perforación en alta
mar en su propio patio trasero”.



Faenando la democracia



Luego de extender los contornos de los procesos que el capitalismo
canibaliza, exponiendo la expropiación y el racismo, el parasitismo de la
reproducción social, y el saqueo ambiental, Fraser aborda las formas en las
que el capitalismo avasalla la democracia. Señala que “los males
democráticos de hoy forman el hilo específicamente político de la crisis
general que está sumergiendo nuestro orden social en su totalidad”. Para la
autora, “el poder público legítimo y eficaz es una condición de posibilidad
para la acumulación sostenida de capital”; sin embargo, “el impulso del
capital hacia la acumulación sin fin tiende con el tiempo a desestabilizar
los mismos poderes públicos de los que depende”.



Nuevamente, la autora va a demostrar cómo cada régimen capitalista estuvo
caracterizado por dinámicas de crisis específicas. Los Estados absolutistas
intentaron sostener regímenes mercantilistas regulados en el interior de sus
fronteras, mientras impulsaban el comercio bajo la ley del valor sin
restricciones en el comercio exterior. Las tensiones dentro de este orden
“se intensificaron a medida que la lógica del valor que operaba
internacionalmente comenzó a penetrar el espacio doméstico de los estados
europeos”, alterando “las relaciones sociales entre los terratenientes y sus
dependientes y fomentando nuevos entornos profesionales y comerciales en los
centros urbanos”. Igualmente corrosivo resultó el endeudamiento crónico de
los soberanos. Para hacer frente a esto y aplicar nuevos impuestos debieron
convocar protoparlamentos que no siempre pudieron controlar. En ocasiones,
como en Francia, terminaron desatando la revolución.



El régimen liberal que surgió como resultado de estas crisis estaba
caracterizado por una “aparentemente división marcada entre el poder público
de los Estados, por un lado, y el poder privado del capital, por el otro”.
Pero los Estados “estaban todo el tiempo usando el poder represivo para
santificar las expropiaciones de tierras que transformaban a las poblaciones
rurales en proletarios doblemente libres”. De esta manera, establecieron las
condiciones previas de clase para la explotación a gran escala del trabajo
asalariado, con las tensiones de clases que esta iba a producir. También,
por supuesto, ejercieron toda la fuerza necesaria para conquistar y mantener
los territorios coloniales. La inestabilidad fue característica de este
régimen, tanto en las metrópolis como en las colonias.



Bajo el capitalismo estatista, “los Estados del centro comenzaron a utilizar
el poder público de manera más proactiva dentro de sus propios territorios
para prevenir o mitigar las crisis”. Estos arreglos, parecieron, bajo el
contexto de la guerra fría con la URSS, estabilizar la situación durante un
tiempo. Pero este régimen se topó finalmente con sus contradicciones. “El
aumento de los salarios y la generalización de las ganancias de
productividad se combinaron para reducir las tasas de ganancia en la
industria manufacturera central”, lo que “provocó nuevos esfuerzos por parte
del capital para liberar a las fuerzas del mercado de la regulación
política”. Mientras tanto, “una Nueva Izquierda global estalló para desafiar
las opresiones, exclusiones y depredaciones sobre las que descansaba todo el
edificio”.



El capitalismo financiarizado ha rehecho la relación economía/política una
vez más. En este régimen, “los bancos centrales y las instituciones
financieras globales han reemplazado a los estados como árbitros de una
economía cada vez más globalizada”. Son ellos, “no los estados, quienes
ahora crean muchas de las reglas más importantes que gobiernan las
relaciones centrales de la sociedad capitalista: entre el trabajo y el
capital, los ciudadanos y los estados, el centro y la periferia y, crucial
para todo lo anterior, entre deudores y acreedores”. El capitalismo
financiarizado se caracteriza por una “gobernanza sin gobierno”, que se fue
exacerbando a medida que se hizo más palpable el deterioro duradero de las
condiciones de vida en todos los órdenes. Sobre todo después de la crisis de
2008, los sectores políticos más abiertamente ligados a la aplicación de las
políticas neoliberales vieron erosionarse su base. Esta crisis abrió las
puertas de los Trump y Bolsonaros –que no lograron reelegir para un segundo
mandato–, así como de los giros cada vez más bonapartistas de regímenes como
el de Erdogan en Turquía o el de Modi en India. La perspectiva, en opinión
de Fraser, es que “nos enfrentamos a un terreno inestable sin un bloque
gobernante hegemónico ampliamente legítimo”, lo que preanuncia la
continuidad de los giros pendulares que observamos en EE. UU. o Brasil,
donde tanto Biden como Lula enfrentaron dificultades para estabilizarse
después de las convulsiones que caracterizaron a sus antecesores. La
dominación sin consenso o con un consenso debilitado, y cada vez más
inestable, es lo que tiene para ofrecer este capitalismo caníbal.



La serpiente que se muerde la cola



Como el uróboro, la voracidad del capital, en su incesante acumulación sin
fin, fagocita las condiciones que lo hacen posible. Fraser muestra cómo las
distintas crisis que produjo el orden social en cada dimensión, están
estrechamente interrelacionadas, se retroalimentan, y amenazan las
posibilidades de continuidad del propio capitalismo. No existe una
“solución” definitiva a estas contradicciones. Y esto no se debe simplemente
a que las propias oposiciones que atraviesan a este sistema y que Marx
desentraña en su crítica de la economía política. También, porque por más
esfuerzos que haga el capitalismo por fagocitar mediante expropiaciones,
subordinando la reproducción social, modificando a la naturaleza y
avasallando cualquier cuestionamiento político, no puede subsumir
completamente a estas esferas. Es que, observa Fraser “aun cuando estos
órdenes ‘no económicos’ hacen posible la producción de mercancías, no son
reducibles a esa función habilitadora”. El capitalismo es una totalidad que
no se termina de cerrar, integra a estas esferas pero encuentra resistencia.
“Lejos de estar totalmente agotadas por la dinámica de la acumulación o
completamente subordinadas a ella, cada una de estas moradas ocultas alberga
ontologías distintivas de práctica social e ideales normativos”. En cada uno
de los terrenos mencionados, el capital enfrenta fuerzas que se le oponen.



El capitalismo caníbal precipita una amplia gama y una mezcla compleja de
luchas sociales: no solo luchas de clases en el punto de producción, sino
también luchas por los límites, en las articulaciones constitutivas del
sistema. Donde la producción choca con la reproducción social, el sistema
incita a los conflictos por el cuidado, tanto público como privado,
remunerado y no remunerado. Donde la explotación se cruza con la
expropiación, fomenta luchas por la “raza”, la migración y el imperio.
Luego, donde la acumulación choca con el lecho de roca natural, el
capitalismo caníbal provoca conflictos por la tierra y la energía, la flora
y la fauna, el destino de la tierra. Finalmente, donde los mercados globales
y las megacorporaciones se encuentran con los estados nacionales y las
instituciones de gobierno transnacional, provoca luchas sobre la forma, el
control y el alcance del poder público.



El planteo de Fraser, tiene el punto fuerte de señalar que, para atacar la
raíz del capitalismo canibal en todas sus facetas, es necesario dar una
respuesta (anti)sistémica. Ninguno de estos flagelos tendrá fin si no se
cortan las fauces del caníbal. Las “luchas por los límites”, en tanto
permanecen como tales, cuestionan la voracidad del sistema en determinada
esfera y pueden lograr fijarle algunos límites si tienen éxito, pero no
alcanzan para producir una alternativa, y cualquier conquista estará
continuamente amenazada. Además, la crisis exacerbada en todos los órdenes
vuelve cada vez menos viables las salidas que no ataquen la raíz, el
canibalismo del capital. Se impone, para Fraser articulando las luchas en
las distintas esferas en “un proyecto emancipador y contrahegemónico de
transformación eco-societal de suficiente amplitud y visión para coordinar
las luchas de múltiples movimientos sociales, partidos políticos, sindicatos
y otros actores colectivos”.



Si es interesante y muy pertinente en la actualidad la concretización que
desarrolla Fraser de las distintas esferas que hacen al orden social
capitalista, más allá de su “economía”, sin duda la mayor debilidad del
argumento es que dicha economía, con sus procesos y contradicciones que
operan sobre los demás terrenos, queda convertida en una especie de “caja
negra”, cuyos mecanismos son bastante dados por sentados. Las
“canibalizaciones” que tienen lugar en las relaciones de explotación, que en
las últimas décadas estuvieron marcadas por la ofensiva del capital sobre el
trabajo para imponer nuevas rondas de flexibilización, apelando a la
mundialización para “arbitrar” entre las clases trabajadoras de los
distintos países, estimulando las divisiones y nacionalismos, y más
recientemente, apelando a los fantasmas de la automatización generalizada
como mecanismo para imponer más disciplina, no reciben un tratamiento
sistemático en este trabajo. Sería injusto decir que no aparecen, pero lo
hacen en el marco del tratamiento de las esferas que Fraser ubica en el
“afuera” de la economía, sin poner el foco allí ni realizar una
reconstrucción histórica equivalente a las que reciben la cuestión del
racismo y la expropiación, la reproducción social, el saqueo de la
naturaleza y el régimen democrático.



La autora explicita desde el vamos que su proyecto es “completar” la imagen
del capitalismo reponiendo todo lo que una definición estrecha del mismo
deja oculto. La mirada sistemática y conjunta de estas problemáticas es un
gran aporte, pero resulta inevitable la sensación de que, al no adentrarse
en el corazón de la bestia, se reproduce una cierta relación de exterioridad
entre el mecanismo económico en sí mismo y los terrenos que el capitalismo
canibaliza, sin llegar a mostrarse del todo como una totalidad concreta que
es lo que busca la autora.



Si bien es importante enfatizar todo lo que tiene lugar más allá de la
explotación, no adentrarse en lo que ha ocurrido con la propia explotación,
que tampoco es una dimensión estática y también atravesó transformaciones,
tiene como consecuencia no poder indagar hasta el final sobre las
condiciones de posibilidad de un sujeto social que pueda convertirse en
articulador para proponerse superar al capitalismo caníbal.



El libro termina con un breve paneo de cómo deberíamos prefigurar el
socialismo en el siglo XXI. Su punto de partida es que debemos partir de la
visión extendida del capitalismo desarrollada a lo largo del libro, para
pensar una sociedad postcapitalista que encare de manera conjunta todas las
contradicciones planteadas. Introduce varias definiciones pertinentes, y
otras más discutibles. Pero lo que salta a la vista antes que nada, es la
falta de algún hilo que conduzca desde las “luchas por los límites” a la
articulación de un sujeto social que pueda ubicarse como dirigente para ese
“proyecto emancipador y contrahegemónico” que la autora reivindica.



Dejar el mecanismo de explotación como una “caja negra” en la cual Fraser no
penetra, es dar por sentado, no poner en primer plano, el centro de gravedad
de este modo de producción. En el énfasis por poner de relieve todas
aquellas esferas que están presupuestas en la explotación capitalista, queda
desdibujado el papel fundamental que juegan las luchas en este terreno para
cualquier proyecto que se proponga superar al capitalismo.



La lógica de la valorización, que como bien muestra Fraser sobreimprime sus
consecuencias en todas aquellas esferas que quedan fuera del cálculo de la
ganancia, solo puede cortarse de cuajo arrebatando de las manos de los
capitalistas los medios de producción fundamentales, para empezar a
construir una sociedad sin explotadores ni explotados. La desatención por la
caja negra de la explotación, es consistente con la ausencia en Fraser de
cualquier observación sobre el rol clave de la clase trabajadora, que es la
única con el poder social para expropiar a los expropiadores capitalistas, y
que tiene el desafío de dotarse de un programa hegemónico que combata en
todas las dimensiones al capitalismo caníbal.



* Esteban Mercatante, economista, miembro del Partido de los Trabajadores
Socialistas. Autor de los libros El imperialismo en tiempos de desorden
mundial (2021), Salir del Fondo. La economía argentina en estado de
emergencia y las alternativas ante la crisis (2019) y La economía argentina
en su laberinto. Lo que dejan doce años de kirchnerismo (2015).



Notas



[1] Nancy Fraser, Cannibal Capitalism. How Our System Is Devouring
Democracy, Care, and the Planet— and What We Can Do about It, Londres,
Verso, 2022, edición digital. Las citas son de traducción propia del
original inglés.

[2] Karl Marx, El capital. Crítica de la economía política, Tomo I, Vol I,
México, Siglo XXI, 1976, p. 214.

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