Uruguay/ otros orígenes, mismo destino: cómo y por qué hay muchas más personas en situación de calle [Núñez - Acosta - Ferreira]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Vie Sep 30 12:55:25 UYT 2016


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Correspondencia de Prensa

30 de setiembre 2016

Boletín Informativo

redacción y suscripciones

germain5 en chasque.net

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Uruguay

Cómo y por qué aumentó la población en situación de calle

Otros orígenes, mismo destino

Los que viven en la calle son muchos más que hace cinco años, y su situación
no se explica por las carencias económicas sino sobre todo por historias de
vida de encierro. Aunque no aparezcan en el último censo del Mides
(Ministerio de Desarrollo Social), desde Gurises Unidos señalan que continúa
habiendo niños en situación de calle. Y advierten: de no hacerse visibles,
su situación tenderá a perpetuarse.

Betania Núñez

Brecha, Montevideo, 30-9-2016

http://brecha.com.uy/

A pesar del aumento del Pbi, de la baja del desempleo y de la disminución de
la pobreza, la calle se siguió poblando. Hoy hay más gente viviendo en esas
condiciones que hace cinco años (26,3 por ciento más a la intemperie y 59,4
más en los refugios), y ahora, antes de que dejen de respirarse los últimos
aires de la bonanza económica, los caminos que dan a la calle son distintos
que los de principios de los dos mil. Los “emisores”, como les llama el
psiquiatra Esteban Acosta, o las instituciones que los llevan allí, son dos:
la familia y la cárcel.

Los números le dan la razón a este especialista, que desde hace años brinda
apoyo terapéutico a personas sin techo (véase “La calle y la cárcel se
parecen”). El primer motivo para estar en la calle, entendiendo esto como el
acto de dormir a la intemperie, es la ruptura de vínculos: así lo señaló el
56,4 por ciento de las personas consultadas por el último censo que realizó
el Mides.(1) En paralelo, ese estudio también concluyó que el 62 por ciento,
antes de la calle, habitó una o más “instituciones totales” (el Inau, un
psiquiátrico o la cárcel), un 47 por ciento estuvo preso en algún momento de
su vida y un 30 por ciento estuvo internado en el Inau (Instituto del Niño y
Adolescente del Uruguay)

En el relato de los especialistas, los tránsitos de la calle parecen estar
asociados con ineficiencias de las instituciones del Estado, que no pudieron
dar respuesta y garantizar un mínimo de bienestar. Por ejemplo, la socióloga
Fiorella Ciapessoni, que elaboró su tesis de maestría sobre las personas que
habitan refugios en Uruguay, y cursa un doctorado sobre el mismo tema en
Inglaterra, aseguró que al analizar las trayectorias de vida aparece “la
salida de las instituciones como un disparador para la situación de calle.
Si estuviste preso o en un hogar de amparo del Inau y no tenés adonde ir,
vas a ir a parar a un refugio o directamente a la intemperie. Eso está
hablando de un problema institucional, de que no hay una salida planificada”
de esos espacios.

Algo similar piensa la trabajadora social Laura Vecinday, quien ha estudiado
el tratamiento punitivo desplegado sobre la pobreza en los últimos años: “Se
dice que la principal causa es la ruptura de vínculos, pero detrás de eso
seguramente haya problemas en el acceso a la atención en salud mental, a
tratamientos para las adicciones. Esos vínculos se deterioran por otros
motivos, y si hubiera políticas de sostén, se podrían minimizar”. Los
problemas que muestra el censo “son probablemente los que fueron
construyendo la trayectoria hacia la calle. Y en ese momento anterior es
cuando las políticas educativa, sanitaria y de ingreso al mercado de trabajo
fracasaron”, concluyó Vecinday.

Otra vez, los números respaldan el planteo. El censo mostró que 55 por
ciento de los entrevistados no completó primaria, y 82 que por ciento no
alcanzó a cursar nueve años de escolarización. Además, que un 70 por ciento
declaró tener trabajo –la gran mayoría son cuidacoches o vendedores
ambulantes–, “aunque la inserción laboral es de carácter precaria y de bajos
ingresos”. El 90 por ciento tiene cobertura de salud –pese a que 80 por
ciento afirmó que consume alguna sustancia psicoactiva, mayoritariamente
alcohol y pasta base, pero sólo 5 por ciento está recibiendo tratamiento–, y
80 por ciento tuvo algún contacto con los dispositivos de atención a la
situación de calle. “Esto demuestra claramente que esas personas han
transitado por varios pasillos de instituciones del Estado, y sin embargo
los servicios y las prestaciones no han sido suficientes para amortiguar sus
problemáticas. Una persona en situación de calle habla de las distintas
instituciones proveedoras de bienestar y sus fracasos”, consideró Vecinday.

Para la subsecretaria del Mides, Ana Olivera, “no hay blancos o negros”,
sino que “hay algunos apoyos que se pudieron dar y otros que no, básicamente
porque no es un problema sólo de vivienda. Yo miro que por los centros
nuestros pasaron 11 mil personas a las que se les dio respuesta, y también
veo que hay una responsabilidad de las instituciones, porque un chiquilín
que estuvo en un hogar de amparo y nadie lo quiso adoptar cumplió los 18
años y terminó sin una inserción laboral”. De todas formas, consideró que
“es un número manejable de personas para las que tenemos que diseñar una
política específica”, en alianza con el resto de las instituciones
vinculadas a esa problemática.

Invisibilizar a los adultos

Frente a la ineficiencia de las instituciones también se apeló a lo punitivo
y se le delegó el tema al Poder Judicial. Así apareció la ley de faltas y su
estrategia para sacar a las personas de la situación de calle. “Pensar que
por el lado punitivo puede resolverse un problema que abarca cada vez a más
personas y debería ser resuelto socialmente, no parece la opción más
acertada”, opinó Vecinday. “Muchas veces, cuando fallan todas las medidas de
protección que tendrían que operar, se busca en otro poder del Estado una
solución a lo que no se ha podido arreglar.”

La subsecretaria reconoció que “no se logró el objetivo que la ley se
planteaba para la situación de calle, que era impulsar que la persona fuera
al refugio. Se creó un refugio de ley de faltas, pero como la persona no
está presa (tampoco es que queramos que lo esté), entra al refugio, capaz
que se baña, toma ropa limpia y se va al mismo lugar que estaba”, dijo a
Brecha Ana Olivera, y puso como ejemplo que eso mismo ocurre con un hombre
que permanentemente ronda el Mides, al que una vez lo llevaron para San
José, pero igual regresó.

Según Vecinday, eso es un ejemplo de que, “como no se puede con el problema,
se apela a una cosa más quirúrgica: sacarlos de los espacios centrales y que
se desplacen a los barrios, que vuelvan a los territorios de la pobreza, en
un intento de resolver algo sacándolo de la vista” (véase “Ciudad de pobres
corazones”). De hecho, el supuesto remedio parece peor que la enfermedad,
porque “se dificulta todavía más la salida, ya que la persona carga con esos
pequeños antecedentes que se convierten en otro hándicap”, agregó Vecinday.

Niños invisibilizados

El mismo fenómeno, en parte dado de una forma más natural, en parte como
resultado del avance del modelo punitivo, se dio en el caso de los niños en
situación de calle. En los resultados del censo el único apunte, luego
repetido con orgullo por las autoridades, fue que “no se encuentran casos de
menores de 17 años durmiendo en la calle”. Pero Gonzalo Salles, director de
Gurises Unidos, y Pablo Bassi, educador social de la organización, que tiene
cuatro centros en convenio con el Inau para atender a niños y adolescentes
en situación de calle, discrepan con esa lectura. La metodología utilizada,
piensan, estuvo claramente diseñada para encontrar únicamente a los adultos
que pernoctan en la calle, ya que se buscó sólo una noche entre las 0 y las
6 de la mañana, y se recorrieron fundamentalmente las zonas centrales y las
principales arterias de la ciudad.

Pero las áreas habitadas por los niños no son las mismas que las del
Montevideo poscrisis: “En 2001 y 2002 se los veía en 18 de Julio, cerca de
los centros comerciales. Cuando la economía se fue a pique y las galerías
empezaron a cerrar, los gurises empezaron a emigrar a avenida Brasil y la
rambla, buscando el poder adquisitivo”. Pero hoy, para generar una
estrategia de supervivencia, “ya no es necesario que vengan al Centro o a
Pocitos”, porque en los barrios pobres también hay movimiento comercial.
“Entonces ya no se puede ir a buscarlos a los semáforos de avenida Italia,
hay que meterse unas cuadras hacia adentro por Mataojo o Isla de Gaspar.
Están en otro lado, ya no los vemos en las zonas centrales, pero sí están”,
explicó Salles. Ese corrimiento, del que tiene “culpa” la economía, también
se ha visto potenciado por la Policía, apuntó Bassi. En el Centro “la
presencia policial es muy fuerte, por lo que también ha tenido un impacto en
ese corrimiento hacia sus comunidades de origen. Además hay gurises pobres
privados de libertad, producto del aumento de las penas que se han promovido
en los últimos tiempos”. Ese fenómeno “termina generando una mayor
fragmentación, porque no se generan movimientos más amplios en la ciudad, y
se vuelven invisibles a los ojos de las instituciones que deberían darles
respuestas”, consideró Bassi.

Si se proyecta hacia atrás, puede verse que muchos de los adultos que hoy
aparecen en el censo del Mides fueron antes niños de la calle, recordó
Ba-ssi. Pero además, si se mira para adelante, “como esa situación no es de
generación espontánea, podemos aventurar que los gurises que vemos hoy serán
adultos en situación de calle perpetua”.

Nota

1) El censo y conteo de personas en situación de calle se realizó durante la
noche del 21 de junio y los resultados fueron presentados el 21 de setiembre
(véase “El antes y el después”, en Brecha, 23-IX-16).

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Con Esteban Acosta, psiquiatra de ASSE (Administración de los Servicios de
Salud del Estado) que trabaja con personas en situación de calle

“La calle y la cárcel se parecen”

Esteban Acosta, “el psiquiatra en cuclillas”, como lo llaman en el Mides,
plantea que la población en situación de calle ha mutado y que los refugios,
una respuesta necesaria luego de la crisis económica, deben aggiornarse: hay
que “crear estructuras actualizadas con otro tipo de propósitos, no
meramente el de impedir que la gente pase las noches a la intemperie”.

—¿Qué lleva a las personas a una situación de calle y por qué puede haber
aumentado la cantidad?

—Hay dos grandes emisores: la familia –que cada vez es un emisor de mayor
calibre porque contiene menos que antes a sus miembros– y la cárcel. Aunque
suene paradójico, la cárcel y la calle se parecen. Da la sensación de que la
persona que está en la calle tiene la libertad de deambular, pero su
situación es de una privación de derechos casi total, incluso más que la de
la cárcel. Hay una patología psiquiátrica que es común a estos dos
subgrupos: la de autoexclusión, que es la consecuencia de vivir largo tiempo
en una situación de pérdida de vínculos. Al principio la gente, tanto la que
proviene de la cárcel como la que está en la calle, trata de omitir los
recuerdos de aquellas cosas sensibles que le provocan nostalgia y dolor. Lo
que pasa es que ese mecanismo de defensa es eficaz para sobrevivir un
tiempo, pero en caso de prolongarse genera una dinámica que lo aísla aún
más.

—Una de las cosas que señala el censo es que el 47 por ciento estuvo privado
de libertad. Como cada vez hay más presos, sería natural que haya también
cada vez más liberados sin lugar adonde ir.

—Totalmente. El tema es que la composición de la población de calle ha
cambiado cualitativamente también. Cuando se fundó el Mides, Uruguay venía
de una crisis social larga y profunda, y los grandes factores de exclusión
eran socioeconómicos y culturales. Yo creo que la mayor parte de esos casos,
con las estrategias de intervención que se diseñaron, encontraron una
solución. Pero aparecen estos nuevos habitantes de la calle, que tienen
estas patologías duales (una combinación de patologías psiquiátricas y de
las derivadas del consumo de sustancias). También pasa que el gran receptor,
que solían ser las colonias de alienados Etchepare y Santín Carlos Rossi, ha
ido disminuyendo su población de manera sostenida y progresiva, en línea con
la ley que está a consideración del Parlamento. Hoy la idea es apoyar a los
enfermos y a sus familias para no generar mayor exclusión, basándose en
nuevas concepciones y herramientas. Entonces ha ido bajando la población de
las colonias, pero de forma paralela ha ido aumentando esta otra población.
Porque si bien se han creado estructuras intermedias, están todas recién en
formación.

—La calle tiene efectos sobre las personas, ¿pero cuáles son los efectos de
los refugios?

—Generan una variante de la enfermedad que se conoce como hospitalismo, que
es la dependencia que cualquier paciente termina desarrollando por la
institución que lo hospeda, que lo cuida, que lo cura. El tipo de relación
que puede establecerse con una institución como el refugio induce a la
pasividad, desalienta el despliegue de estrategias hacia la salida. La
persona termina con una hiperadaptación al refugio porque esa es su forma de
vivir, y hay gente que lleva diez años en los refugios, prácticamente desde
su fundación. Claro, no molestan, jamás generan un problema, son personas
perfectamente adaptadas, pero si lo miramos bien, el problema es su perfecta
adaptación. En aquel momento, lo que todos queríamos era que las personas
acudieran a los refugios y que se sintieran cómodas, se sintieran parte.
Pero ahora lo que queremos es que dejen de sentirse parte y sean parte de la
sociedad, que evolucionen, que accedan a niveles superiores de inclusión. En
el trabajo social a veces diseñás una política para solucionar un problema
pero, al tiempo, esa forma de encarar el tema se transforma en un problema.
El refugio es un remedo de estructura social pero no es la sociedad; fueron
muy eficaces pero ahora es necesario crear estructuras actualizadas con otro
tipo de propósitos, no meramente el de impedir que la gente pase las noches
a la intemperie. Se va hacia eso, hacia las casas de medio camino, hacia los
alojamientos amparados, pero están en gestación y en este momento hay un
aumento del flujo de los emisores y una disminución de la recepción de las
estructuras que existían antes.

—Llama la atención la cantidad de gente que dice que hace menos de una
semana o de un mes que está en la calle (11,8 y 20,4 por ciento
respectivamente).

—Parte del síndrome de autoexclusión es que la gente borre sus recuerdos.
Queda omitida la historia y la persona pierde la noción de temporalidad.
Dicen, sí, que hace una semana o un mes que están, y en realidad no es
cierto, hace años, pero el tiempo no transcurre. Si les pedís que
reconstruyan –en el caso de los que dicen que están hace una semana deberían
ser capaces de reconstruir día a día–, no pueden. Ese es uno de los pilares
del diagnóstico de autoexclusión.

—O sea que ese dato no es confiable.

—No, en lo absoluto. Te aseguro que ese dato no es real, porque nunca lo es.
El censo fue hecho en invierno, y nadie va a salir a la calle en pleno
invierno. La gente al principio buscaría ir al refugio. Si mirás la mochila
de la persona podrías datar el tiempo que lleva en la calle, porque los
objetos y los hábitos hablan del tiempo. Al principio la persona lleva
consigo la nostalgia del hogar y luego la pierde, es un superviviente que
necesita, para vivir en la calle, lo mismo que alguien que se embarca en una
experiencia de supervivencia.

—¿Hay algún otro dato del que habría que desconfiar?

—Siempre está la construcción fantástica de una historia que justifica la
situación presente y que se aparta de la realidad. Pero para mí el dato más
significativo es el del aparente deseo de continuar en la situación de calle
(el censo señala que un 15 por ciento declaró que “prefiere” estar en la
calle y que “la persona se autorresponsabiliza de estar en la calle”).
Mientras la persona tiene opciones siempre opta por ser parte, porque somos
seres sociales y somos en relación con un grupo. La autoexclusión es
consecuencia de una situación crónica e involuntaria de exclusión, entonces,
respetar ese deseo no tiene nada que ver con respetar la voluntad del otro,
es como respetar una idea suicida, una creencia que está por fuera de la
realidad y del juicio, una creencia delirante. Las personas necesitan ser
rescatadas, y cuando se efectúa el rescate y los individuos ingresan a una
institución donde vuelven a ser llamados por su nombre, a dormir en una cama
y a comer con cubiertos, en poquísimos días ya no quieren abandonar ese
lugar. Entonces, fingir que se trata de una libertad que tiene que ser
respetada es un gesto cruel, desde el punto de vista humano es un gesto de
desdén y de abandono. Por lo tanto no puede existir una política basada en
el respeto de esa falsa libertad.

—¿Todos los que están en la calle padecen autoexclusión?

—Es cuestión de tiempo. Es increíble pero la mitad de la población
carcelaria parece loca, o lo es. Y la persona que está en la calle está
alienada o va a estarlo.

—¿Cómo ha sido su experiencia trabajando con esta población? ¿Qué
diferencias tiene con lo que podría ser un tratamiento terapéutico más
tradicional?

—El trabajo psicosocial, desarrollado en un entorno pernicioso como este,
tiene características diferentes porque el contexto juega un rol decisivo.
En general mi trabajo consiste en abordar casos que de alguna forma no
encajan bien dentro de los procedimientos generales. Siempre hay individuos
que desafían la aplicación de esas políticas y requieren soluciones
individuales. Y en un contexto como ese, soluciones que pueden parecer
abominables pueden resultar ideales. Para una persona con patologías
psiquiátricas que está en situación de calle, una internación asilar en una
colonia, por ejemplo, puede significar un avance y un objetivo: allí va a
tener comida, agua caliente, abrigo, asistencia médica, un nombre y un
lugar. Lo que hay que hacer es mantenerse en una actitud dialéctica, siempre
de revisión y de autocrítica, y tratar de proponer a cada uno algo que
signifique un avance, sin quedarse burocráticamente satisfecho porque se
encontró en un caso una solución al primer intento.

—Entonces el consultorio es la calle…

—O los refugios. Este trabajo produce mucha frustración, porque se van
solucionando casos singulares pero siempre hay una masa. Al principio
hablamos de un aumento de esta población y queda la idea de fracaso, cuando
en realidad lo que hay es éxito, un aggiornamiento de las políticas públicas
y un cambio de la población. Estos censos permiten entender que lo que está
pasando es un fenómeno que va mutando.

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Ciudad de pobres corazones

La sensación fue corroborada por las estadísticas: cada vez son más las
personas viviendo en la calle. La otra percepción es que la ciudad –desde su
arquitectura, desde su gente– no quiere recibirlas, y muy por el contrario,
expulsa de nuevo a los expulsados. Los dispositivos “anti-homeless” avanzan
en el mundo y la discusión sobre el derecho a la ciudad (¿ciudad para todos
o para algunos?) llegó hasta aquí.

Tania Ferreira

Primera foto de la ciudad. Hace unos meses el diario El País se refería a
una “invasión zombi”, y no hablaba precisamente de la serie The walking
dead, sino que daba cuenta de cómo un “éxodo de malvivientes” se había
trasladado desde la avenida 8 de Octubre, escapando de las nuevas cámaras de
seguridad, y habían copado la esquina de avenida Italia y Comercio.

Estos “espectros que se mueven como en las series de tevé”, según
denunciaban los vecinos en la curiosa nota informativa,1 tenían en vilo al
barrio y eran vistos como la principal causa de todas las inseguridades. La
solución para los ciudadanos preocupados era instalar nuevas cámaras en esa
esquina; incluso los comerciantes se ofrecieron a pagarlas con la esperanza
de que los caminantes se mudaran a “merodear” por otra esquina.

Segunda foto: luego de cerrar sus puertas al público, el viejo teatro
Victoria se arma de unos pinchos de hierro colocados en las puertas de
entrada sobre la calle Río Negro, con el fin (aparente) de que los
“deambulantes” no se tiren a dormir allí. Lejos de ser un invento uruguayo,
estos pinchos forman parte de una tendencia mundial conocida como
“arquitectura hostil” o “arquitectura defensiva” (véase recuadro) que
incluye púas, bancos incómodos, enrejado de plazas y otros dispositivos
anti-homeless colocados por los gobiernos locales para disuadir y alejar a
los pernoctantes no deseados de los espacios públicos.

La foto número tres, y tal vez la más paradigmática: sobre 18 de Julio, la
propia sede central del Mides –principal organismo encargado de dar atención
a los sin techo– enreja totalmente su patio frontal, cada día, al cerrar sus
puertas.

Más allá de las fotos, la verdad es que cada vez son más las personas en
situación de calle (véase nota central), y la ciudad cada vez las acepta
menos, cada vez se vuelve más hostil y excluyente.

Hostil y urbano

Según Adriana Barreiro Díaz, profesora del curso de sociología de la
Facultad de Arquitectura, hay determinados procesos sociales en la trama
urbana –de segregación social, zonificación, distribución despareja del
territorio, gentrificación– que también plantean aristas asociadas con la
hostilidad, y no son recientes.

Según la socióloga, la hostilidad de la ciudad no sólo implica poner púas o
enrejar las plazas, casas y edificios, sino que también aparece con aquellos
bares y restaurantes que avanzan sobre el espacio público poniendo mesas
sobre la calle (“ese lugar no deja de ser público, sin embargo me gustaría
ver si pasan por allí dos personas ‘harapientas’ qué sucede…”), o con los
nuevos complejos de vivienda que se cierran y se vuelven “guetos”
privatizando varios espacios de uso libre. Explica la experta en urbanismo:
“Hay una tendencia a cerrar y volver privado algo que no lo es: ¿ahí no hay
hostilidad? Además, hay hostilidad sólo hacia quienes son de bajos recursos,
hacia quien es percibido como otro: el otro es aquel que no es propietario,
el que no vive aquí, el que no arrienda, y por supuesto el que vive en la
calle. Pero nos olvidamos de que ese otro en definitiva también está
transitando por la misma trama urbana”.

Para la experta, que no dejen entrar al shopping a un niño que trabaja en la
calle empujando un carrito también es hostilidad, y “tiene que ver con cómo
convivimos en la ciudad, cómo interactuamos unos con otros, y con una serie
de supuestos y de prejuicios que tenemos híper incorporados”.

La baldosa donde estés parado

Tiempo atrás el ministro del Interior, Eduardo Bonomi, firmaba en la web del
ministerio un editorial titulado “Libertad, convivencia y seguridad”. Allí
dejaba planteada una contradicción de derechos, bajo la lente con la que
muchos miran el asunto: “Se trata de la libertad individual –individualista–
ante todo: se defiende el derecho de la gente que quiere dormir en la calle
o vivir en los espacios públicos, bañarse en las fuentes, hacer sus
necesidades y hasta tener relaciones sexuales en las plazas, porque sacarlos
de las calles y las plazas atenta contra sus libertades individuales. No se
tiene en cuenta que permitir esas conductas atenta contra la libertad de las
personas que quieren llevar a sus hijos a las plazas para pasar un rato en
familia; atenta contra los que quieren sentarse en un banco y disfrutar de
la mañana o de la tarde, atenta contra las parejas que quieren hacer uso de
los espacios públicos… Atenta contra la convivencia y contra las normas que
ésta requiere para vivir con los demás”.

Por su parte, la semana pasada la ministra de Desarrollo Social, Marina
Arismendi, al presentar las cifras de personas en situación de calle, dejó
bien en claro la perspectiva del Mides: “No queremos a nadie en la calle.
Tampoco queremos ser de esas ciudades donde se naturaliza la presencia de
las personas que viven allí. El objetivo del Estado no es que no se vean, o
meterlos a todos en refugios para tenerlos fuera de la vista, al revés, nos
planteamos empezar a sacar los refugios”.

La discusión está dada, y el “derecho a la ciudad” aparece entonces como un
tema que trae más dilemas que verdades. El concepto apareció en el año 1968
cuando el francés Henri Lefebvre escribió su libro El derecho a la ciudad,
tomando en cuenta el impacto negativo sufrido por las urbes en los países
capitalistas, centros urbanos convertidos en mercancía al servicio de la
acumulación de capital. Para Eduardo Viera, coordinador del Colectivo de
Psicología Política Latinoamericana (Facultad de Psicología), quien además
dedicó su tesis de posgrado al tema “derecho a la ciudad”, ciudadano es todo
aquel que habita la ciudad, todos somos dueños de ella y tenemos derecho a
disfrutarla, pero el sistema es expulsivo con los “ciudadanos no
productivos”. Plantea un ejemplo: “Sin ir más lejos, la idea de la ‘ciudad
para los turistas’, esa ‘gente linda’, establece que hay cierta gente que se
tiene que ir, porque es la gente que asusta, que preocupa, que molesta”. 

Y sacar a la gente de la calle tiene esa doble lectura: por un lado
protegerla, y por el otro cuidar la estética y ocultar eso que “afea la
ciudad”. “Toda ciudad busca mostrar lo mejor de sí, y los pobres no son la
imagen de lo mejor. Porque además el pobre siempre está asociado al peligro.
Lo mismo pasa con los refugios, nadie quiere tener un refugio al lado de su
casa”, reflexionó el psicólogo.

Según Barreiro Díaz precisamente allí está la cuestión: “No es tanto el
hecho de que afea la ciudad sino que me molesta a mí. Si le preguntás a la
gente, a la mayoría no le importa si afea a veinte cuadras más allá de su
casa, lo que le complica es tener que darse de frente con esa situación
todos los días”. Y salvando las distancias, recuerda el ejemplo de los
vecinos que se quejan por vivir al lado de los boliches nocturnos y se
encuentran los domingos a la mañana con botellas y vómitos en el frente de
su casa. Aunque el fenómeno es completamente distinto, la queja es la misma:
en tanto me toca, me jode.

Entonces, según Barreiro, “depende de la baldosa donde te pares” la lectura
de cada uno y la perspectiva de soluciones. Para la socióloga, es un
problema que como sociedad tenemos que encarar en algún momento: “de qué
forma entendemos y atacamos los elementos estructurales que generan el
problema”. De qué forma encaramos esos asuntos que dejan más dilemas que
respuestas. n

1.“Denuncian invasión ‘zombi’ en avenida Italia y Comercio”, El País,
7-IV-16.

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Dispositivo anti-homeless

La llamada “arquitectura hostil” o “arquitectura defensiva” avanza en
algunas de las ciudades más cosmopolitas del mundo (como Londres o Tokio), y
es vista por algunos como un intento cínico para excluir a los pobres.

El gran ejemplo son los “anti-homeless spikes”, unas púas de acero que se
colocan en los muros debajo de las vidrieras, en las puertas de entrada de
algunos edificios luego de que éstos cierran, en muros de plazas públicas o
incluso en forma de pinchos de cemento debajo de algunos puentes. También
están los “anti-sit devices”, bancos diseñados específicamente para ser
incómodos. Son de madera ondulada o incluyen arneses para que nadie pueda
dormir en ellos, incluso algunas banquetas de acrílico están pensadas para
recalentarse con el sol del verano y recontra enfriarse en invierno; o los
bancos Candem, que están construidos con un cemento especial de forma tal
que nadie pueda dormir, patinar, o grafitear sobre ellos.(1) Otras
estrategias incluyen plazas híper iluminadas para evitar que las personas
duerman allí, o dispositivos de riego que se activan sin que tengan nada
para regar.

La pregunta es si la tendencia a la arquitectura hostil no terminará por
convertir a las ciudades en lugares cada vez más invivibles para todos. Lo
más paradójico, dice la docente de arquitectura Adriana Barreiro Díaz, es
que luego de que pasa la polvareda –en cada ciudad que incorpora nuevos
elementos de arquitectura hostil el debate se enciende–, una vez que la
entidad municipal instala los dispositivos, la discusión se olvida y éstos
permanecen.

Nota

1) Véase The Guardian, 13-VI-2014.

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